Crítica de 'Plan 75': Vejez, compasión y solución final

La película no abandona casi nunca un oriental humanismo y una descripción sin excesos de la vida al borde del acantilado de quienes ya no pueden ser exprimidos

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Imagen de 'Plan 75'
Oti Rodríguez Marchante

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El cine japonés tiene, de tradición, una mirada especial a las hojarascas de la vejez y algunos de sus más grandes cineastas han revelado esos secretos que, quienes tengan suerte, irán descubriendo, o sintiendo, con el tiempo. El primero y más grande de todos ellos, Yasujiro Ozu, quien, desde una perspectiva familiar y a ras de suelo, siempre nos contó el cuento del hombre en su crepúsculo. La directora Chie Hayakawa elabora un plan para hablar de ello con otra perspectiva pero no a mucha más altura.

El argumento propone esos conflictos de la vejez desde otro lado, el ético legal en un futuro inmediato, cuando se promulga una ley que ataja el progresivo envejecimiento de la sociedad: un programa que propone a los mayores de 75 años una cantidad de dinero y unas atenciones finales a cambio de que le den carpetazo a su vida. Unos jóvenes funcionarios se encargan de los protocolos y unos ancianos que se sienten inservibles aceptan su destino con solidaridad social. La directora aborda esta historia que ni siquiera podría calificarse de distópica, pues si no la letra, la música al menos nos suena, mediante unos cuantos personajes a los dos lados de la alambrada, y lo hace con gran cautela, sin patinaje ni pirueta, con sentido del gusto y amor por sus personajes (todos, los de aquí y los de allí), aunque se le aprecie un cierto y lógico desapego a todo este tipo de ‘soluciones finales’.

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La narración entrelaza la historia de varios personajes, el esencial de ellos es una anciana sin trabajo y con pocas posibilidades de encontrarlo que solicita acogerse al Plan; otro es un joven funcionario que entre los entrevistados para ‘favorecerse’ de la generosidad del Gobierno encuentra al hermano de su padre. ‘Plan 75’ no rebusca entre la basura de posibilidades infinitas que tendría esta idea; ni abandona casi nunca un oriental humanismo y una descripción sin excesos de la vida al borde del acantilado de quienes ya no pueden ser exprimidos. Y se agradece que no muestre más (aunque hay algún momento de clasificación fría y reparto de las pertenencias de los que acaban de morir), que no rebañe entre lo sórdido de la idea, sino que le permita al espectador sentir las situaciones (qué gran actriz Chieko Baisho) y, de paso, tentarse la ropa, que el mundo va rápido, rápido.

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