Alberto García Reyes - LA ALBERCA

El niño de Belén

En Alepo, a sólo 700 kilómetros de donde nació Jesús, sigue habiendo madres dolorosas

Alberto García Reyes
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Alepo y Belén son ciudades asomadas por la misma cornisa a las últimas olas del Mediterráneo. En esa franja de tierra traza la Humanidad una mediatriz feroz que rompe el mundo en dos. Por alguna extraña causa inexorable, en ese terreno que ocupan Siria, Líbano, Jordania e Israel se desarrollan fuerzas centrípetas que quiebran al Hombre. Y dos mil años después de la persecución dictada por Herodes al Niño, por esos desiertos siguen huyendo miles de dolorosas que intentan proteger a sus hijos de la irracional salvajada del odio. Mañana va a nacer de nuevo el Hijo de Dios en nuestros tuétanos para traernos el mensaje de la salvación. Y muchos de nosotros tendremos la suerte de poder celebrar ese hito entre selectos manjares, con nuestros más escogidos parientes y rodeados de toda clase de comodidades.

Cantará el gallo de nuestra fe cuando María haya parido al redentor, después de contraer el mundo en su vientre hasta asumir Ella todo el dolor de los demás, y luego regresaremos a nuestra rutina. Pero quizás deberíamos volver los ojos, con plena misericordia y con descarnada conciencia, a todas esas madres que todavía siguen buscando refugios para que la natividad de sus niños esté lo más lejana posible de la hora de su mortaja. En Alepo, una de las ciudades más antiguas del mundo y cuna del mayor avance de la Historia de la Humanidad, la escritura, los niños no jugarán en Nochebuena a encender bengalas. Ni verán la onda de luz que sirve de faro a los Reyes. Esos chiquillos nacidos a apenas 700 kilómetros de donde vino al mundo el Mesías contemplarán otra vez las estelas que dejan las balas, las llamaradas de los misiles, la vida reducida a una montaña de escombros.

Hay imágenes circulando por las redes sociales que son humillantes retratos de nuestra miseria. Yo he visto unas de un chiquillo cubierto de polvo ceniciento que hace esfuerzos por llorar y no puede. Tiene los párpados encallecidos después de tanta barbarie. Está solo, sentado en la camilla de un harapiento hospital de campaña, teñido de sangre y gimiendo sin saliva y sin lágrimas. No habla. Tampoco quiere mirar a ningún sitio concreto porque allá donde pose sus ojos sólo verá espejos rotos por el miedo cortándole las alas. Se me ha quedado su gesto prendido en el alma. Y me he dado vergüenza. Porque eso está pasando en mi tiempo y sobre mi conciencia. Ese niño que estos días solloza cerca de Belén es una estampa viva de nuestro fracaso. Nos demuestra que hemos avanzado en todo menos en lo único que importa. Hoy somos capaces de atravesar la Tierra en un rato, pisar la luna, curar lo incurable, construir lo imposible e incluso cambiar la cadena genética de un ser vivo. Somos máquinas ilimitadas. Pero no nos estamos preocupando de ser mejores personas. El llanto que hace dos mil años nos despertó del letargo para anunciarnos la vida plena, ahora nos duerme. Y en Alepo cientos de marías huyen de la matanza de los inocentes propugnada por el maldito Herodes del siglo XXI.

Perdonen el desahogo. Feliz Navidad.

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