YOLANDA VALLEJO - HOJA ROJA

París era una fiesta

La Ciudad de la Luz era así hasta que llegó el miedo, pero ya se acostumbrarán, porque como afirmaba Houellebecq «ninguna emoción humana es tan fuerte como la costumbre»

YOLANDA VALLEJO
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Parece que hasta el frío ha querido sumarse a la foto del momento, como si intuyera que algo faltaba en el decorado gris y sombrío en el que se está desarrollando esta tragedia de la que no sabemos si somos espectadores, actores, tramoyistas, taquilleros o tal vez autores, qué más da. Por los resquicios que va dejando la tristeza se cuela el frío, -diez grados menos y bajando, dicen, ya ve- y el frío hiela las manos y la sangre con la misma rapidez que el miedo. París era una fiesta hasta que llegó el miedo, pero ya se acostumbrarán. También llega a acostumbrarse uno al miedo, porque como afirmaba Houellebecq «ninguna emoción humana es tan fuerte como la costumbre».

Y el miedo es una emoción primaria, muy primaria, más propia de animales que de personas, aunque a saber en qué nos estamos convirtiendo cuando aceptamos que nos muevan más los instintos que la racionalidad.

Francisco Apaolaza dice que los «seres humanos estamos dotados de una elasticidad asombrosa», con una capacidad de adaptación al medio fuera de lo común. Tal vez por eso París seguía siendo una fiesta a las pocas horas del peor atentando que hayan sufrido en su historia más reciente. Una fiesta macabra, con música macabra, en la que cualquier invitado podía ser la próxima víctima, el próximo verdugo. Lo peor del miedo es que engendra ira y la ira engendra odio y el odio engendra sufrimiento. «El miedo –le dijo Yoda a Anakin Skywalker, tan apropiado ahora que anda próximo el estreno de Star Wars- es el camino hacia el lado oscuro».

Nadie nos preparó para el lado oscuro. Porque hemos nacido y crecido en un momento tan prolongado de paz que habíamos conseguido creernos que esto era lo normal. Ni siquiera nos quedan referentes que nos hablen de las guerras y del silencio y de los muertos. Porque todos están muertos y nadie se ocupó de prepararnos para esto. Y así andamos, huérfanos de memoria, sin saber cómo actuar o cómo defendernos de un enemigo cierto al que no vemos, ni olemos, ni oímos, ni sentimos. Está ahí, sí, pero no sabemos dónde.

En The Time Machine –siento hacer tantas referencias a lo que se está convirtiendo en mi libro de cabecera- los Eloi vivían felices durante el día, de manera despreocupada, jugando y amándose todo el tiempo, bellísimos y jóvenes, «allí no hay sepulturas tumbas ni cremación y lo que es más llamativo, no hay ancianos ni enfermos» escribe Wells; pero absolutamente indefensos, frágiles y temerosos ante una oscuridad donde habitaban los Morlocks, seres despiadados que cada noche salían de caza para alimentar sus instintos con la sangre de los Eloi. El miedo engendra terror y el terror paraliza. Y una sociedad paralizada es cada vez más frágil, más vulnerable, más destructible.

Dicen que ellos han ganado la primera batalla porque han usado el arma más poderosa, el miedo; y el miedo nos ha alcanzado de lleno. Estamos definitivamente dispuestos a renunciar a la libertad a cambio de una insegura –muy insegura- seguridad. Entre «susto y muerte», preferimos el susto. Y dóciles, mansas víctimas, preferimos ver recortadas nuestras libertades, aquellas que hace más de doscientos años, convirtieron a París en una fiesta. «Libertad, Igualdad, Fraternidad» que hoy no son más que papeles mojados en los mojados libros de historia. Deponer la libertad es nuestra peor rendición, pero de momento no nos queda otro método de supervivencia.

El mundo ha cambiado. O nos lo han cambiado. O lo hemos cambiado nosotros mismos sin darnos cuenta. No es necesario buscar culpables porque ahora estamos en otra dimensión. Siempre he imaginado que mis abuelos brindarían en 1936 por un feliz año nuevo con risas y deseos que nunca se cumplirían, porque nada hacía presagiar el largo invierno que vendría después. El frío, la oscuridad, el silencio, el hambre, el fin de la fiesta…. No sé que mundo les espera a nuestros hijos, seguramente uno mucho más feo y hostil que el que usted tuvo, que el que yo tuve, pero aún nos queda una carta por jugar. Tal vez no ganemos la partida, pero no se lo vamos a poner fácil.

Yo no soy París, ni Beirut, ni Mali, ni Siria; por no ser no soy ni siquiera ciudadana del mundo –vaya cursilada, por cierto-; si acaso, soy de Cádiz, de Cádiz-Cádiz para más señas y no tengo miedo. Y no voy a consentir que mis hijos tengan miedo. No les daré permiso para tenerlo. Cambiaremos nuestros hábitos, nos cuidaremos más, haremos trueques con nuestros recuerdos, nos sentaremos en la puerta a ver pasar la vida, pero no tendremos miedo.

Bastante oscura está ya la cosa como para que también apaguemos las pocas luces que nos quedan. París era una fiesta, y debe continuar siéndolo.

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