José Manuel Hesle

Levante en el barrio

Serían las tres cuando las persianas comenzaron a cimbrear impidiendo, desde entonces, conciliar plenamente el sueño

José Manuel Hesle
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Serían las tres cuando las persianas comenzaron a cimbrear impidiendo, desde entonces, conciliar plenamente el sueño. El silbido del aire al colarse por los orificios de las lamas y el violento zarandeo al que cada ráfaga las somete es la certeza de que ha entrado de nuevo. Ayer había un recarmón pegajoso que no se podía soportar. No se movía una hoja y los mosquitos nos acribillaban. Los niños desde por la mañana histéricos y Alfredo trastornado de aquí para allá. No hay mejor barrunto de levantera que esto y los huesos de quienes ya hemos pasado por la mano del cirujano. Ni el windguru es tan preciso. Además, ha vuelto a entrar con la marea y en domingo, lo que significa otra semanita de locura por delante.

De paliza. Porque tantos días de viento es como si te apalearan. Las jacarandas y las acacias de la calle se agitan sin resuello y sus ramas se resienten del vapuleo. A primeros de agosto habían caído ya dos olmos en el Campillo. Los barcos del club miran con fijación implorante hacia la torre. El cabo del muerto se tensa y el cabeceo de proa amenaza con romperlo. Si sucede, otro bote más acabará destrozado contra la escollera del paseo nuevo.

En veranos como éste, resulta imposible olvidar aquellos otros en que nos despertaba el golpear insistente de las persianas de madera contra el pretil y el siseo del viento al entrar por las rendijas de las desvencijadas ventanas imposibles de cerrar. El zamarreo de las arboledas de la base y de la Zona Franca. El chirriar estresante y el golpeteo machacón de las puertas. El ir y venir de las cortinas aspiradas o empujadas por momentos. Y al salir al patio comunitario el zumbido desquiciante del viento al rozar contra los seis cables que cuelgan de las dos torres de la bahía. Fustes metálicos que con semejante altura se dice también oscilan a su capricho. Un gigantesco instrumento de cuerdas que desde lo más alto continúa hoy embotándonos los oídos con su vibrar tétrico, más grave o más agudo, de mayor o menor intensidad, según la virulencia de la ventolera. Y para rematar el estruendo ensordecedor producido por la descompresión de las calderas. Bajo los cables, dos chimeneas humeantes ratificaban, como inéditas veletas, el rumbo indiscutible del vendaval. Y junto a las chimeneas unas enormes montañas de carbonilla, de tizne, que a pesar de la altura de los eucaliptos que las circundan, espolvorean su contenido por todos los lugares del barrio, depositándolo sobre los objetos y amontonándolo en los rincones, además de permanecer en el aire por lo que resultaba inevitable respirarlo. Así fue, durante los largos veranos de levante y por bastante más de una década.

Algunas cosas han cambiado desde entonces. Los vecinos se organizaron primero para hacer frente común contra la tizne y consiguieron, que no fue poco, cambiarla por el gasóleo. Luego, cuando la antigüedad de las instalaciones amenazaba con demoler la vieja central para levantar otra nueva, volvimos a unirnos para impedir su construcción. Fue un verano en el que conciliamos la fiesta con la reivindicación. No fue la única, ni la última ocasión en que lo haríamos. Hoy ya no hay térmica en el barrio. Ni depósitos de combustible que nos pongan en peligro y nos aíslen. Ni litoral convertido en vertedero.

Muchas cosas han cambiado, menos el levante que cada verano se obstina en dejar claro a quienes lo vivimos que, al menos aquí, el tiempo pasado no fue siempre mejor.

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