Francisco Apaolaza

Francisco Cano. 158 cm

Nos contó cuando estuvo en los brazos de Ava Gardner y ella en los suyos y no pasó nada

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Hace un par de años en una entrevista en Valencia medimos a Canito, el maestro de la fotografía taurina que se murió ayer a manos del tiempo, que es el más tenaz de los enemigos. Fue después de comernos un arroz en El Raim, que era su madriguera en aquellos días. Lo levantamos, lo pusimos contra la pared en mitad del comedor y le tomamos la altura, exagerada por unos tacones que no osamos pedirle que se quitara. La camarera nos dio un rotulador. Pedimos uno indeleble y un metro -«¡Un metro!»- con la urgencia con la que hubiéramos pedido un extintor. Marcamos en la pared: «FRANCISCO CANO. 158 cm. 15/06/2013» e hicimos una marquita. En realidad esa marca tenía vocación de cuchillada.

No queríamos que se borrara, que desapareciera. De habernos bebido otra botella de vino hubiéramos tirado todo el tabique salvo la silueta de Cano. Esa había sido nuestra contribución más palpable, quizás la única, a la memoria de España: medir a Canito y pintarlo en la pared de un restaurante. Estábamos allí Arturo Checa, Fernando Miñana y yo. Le dijimos a la camarera que igual le quedaría bien un marquito a la medida y ella dijo que sí, que le parecía bien. Esa escena fue lo más cerca que iba a estar nunca de la Generación Perdida.

Cano vestía una chaqueta de cuadros verdes que calculo habría estado de moda ya otras dos o tres veces en su vida y unos pines en la solapa de los que no nos supo decir qué significaban. Le preguntamos casi de todo. Peleamos para sacarlo del abecé de las historias que había contado siempre. Se mantuvo en sus trece, salvo algunas anécdotas gloriosas. Le preguntamos hasta que cuándo y dónde quería morirse. Dijo que en una plaza.

Todos en ese lugar teníamos la sensación de que la vida se nos estaba escapando entre los dedos y nos daba miedo hasta reírnos, por si fuéramos a perder una brizna de aquella historia. El vino rosado arregló esta parte. Cano nos contó cuando estuvo en los brazos de Ava Gardner y ella en los suyos y no pasó nada «aunque si ella se hubiera empeñado»... También le preguntamos sobre su manera de conducir a doscientos por hora hasta los 97 años y se sacó del bolsillo de la chaqueta una placa de policía que le había regalado un comisario amiguete. Todo esto lo contaba bajo la mirada azul-reyes-magos de Maruja, que asentía a todo y juntaba las manos de huesos y vasos sanguíneos y decía continuamente y en volumen bajo «ay», «Jesús» y «caramba».

De pronto, Canito dio por terminado el almuerzo y salió y se sentó en la calle en una silla de plástico a tomar el aire y el mundo se convirtió en una escena de ‘Cinema Paradiso’. Hubiéramos hecho lo que fuera para que no desapareciera, para que no se rompiera, para que no se cansara, para que no se muriera. Me monté en el tren con una gorrilla suya que me regaló posada sobre las rodillas y la determinación de no olvidar nada, pero es un esfuerzo inútil. Somos memoria, fotos, gorras, recuerdos, marquitas en la pared. Nada. Aire.

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