OPINIÓN

Encuentros

Si en lo evidente no dudan en engañarnos, qué no harán con lo que nuestros ojos no alcanzan

Tras nueve horas de fatigoso viaje en un Talgo de otro siglo, llego a la estación de Santa Justa. Allí me recibe Susana Díaz con toda su sonrisa desplegada en la imagen fantasma de un panel luminoso electoral. La noto alegre pero extraña. Me detengo a observar su rostro un instante y descubro la manipulación del fotoshop. Si en lo evidente no dudan en engañarnos, qué no harán con lo que nuestros ojos no alcanzan. Una estilización del talle y una rebaja mandibular de tal calibre que dejan a la candidata lista para vérselas con la top model más cotizada.

Como contraste, también soy testigo de la alegría emocionada, inscrita sinceramente en sus rostros, de un grupo de chavales con síndrome de Down que, tras ganar no sé qué campeonato, son recibidos a pie de andén por sus familiares y amigos entre ovaciones y pancartas. La desbordada felicidad de todos ellos me borra de golpe la imagen falsa de la candidata que trata de venderte empatía a cambio de un voto.

Es lo bueno de los viajes. Aparte de paisajes y monumentos, te obsequian de manera inopinada con episodios humanos que de otro modo no tendrías ocasión de vivir. En la misma estación sevillana, mientras apuro un refresco en el hueco del transbordo, un cliente se queja a voz en grito del precio del café que se acaba de tomar. Viste chamarreta de cuero. De mediana edad. Lo acompaña un chiquillo con gorra de visera negra colocada hacia atrás, pendiente con cruz y una sarta de cadenas al cuello de un metal no demasiado noble, sucedáneo del estilo neoyorquino. Presumiblemente su hijo.

La dependienta se escuda en que los precios figuran en una lista expuesta al público y se la señala con el dedo. Cuenta las monedas depositadas sobre la barra y le hace ver que faltan treinta céntimos. El cliente se echa el cierre de la chamarreta y lejos de equilibrar el balance, la informa de su condición de sevillano y la acusa de abusona hasta tres veces a pleno pulmón, mientras se dirige airado hacia la puerta de salida. La camarera le otorga públicamente un cero en educación y le censura tal comportamiento delante de su vástago. Luego, muy ofendida, se va en busca de los ‘securatas’. Tres armarios roperos salen de inmediato a la caza y captura del cliente díscolo y lo conminan a regresar al lugar del crimen.

El cliente continúa encabezonado en su desacuerdo con el precio a pesar de que tiene el partido perdido de antemano. Interviene el encargado de la compañía de seguridad, llamado a tal fin, y le hace ver que le conviene abonar el justiprecio antes de que la cosa se ponga más fea. El cliente entrega los treinta céntimos de la discordia, pero exige la correspondiente hoja de reclamaciones como maniobra desesperada para salvar cuando menos el honor. La camarera, entretanto, ha dado aviso a la policía municipal, personada en cuestión de minutos. La chica manifiesta su voluntad de interponer una denuncia por insultos y nos señala a los demás como testigos oculares. Yo miro para otro lado. En pleno rifirrafe, hace acto de presencia una pareja de la policía nacional, chico rapado con barba estilo talibán y chica con coleta, ambos con sus armas reglamentarias y sus chalecos antibala, por si su concurso fuere necesario.

Ocho encargados del mantenimiento del orden movilizados por treinta céntimos. Me escabullo hacia el andén convencido de la buena marcha del país. Susana me sonríe de nuevo.

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