Luis Ventoso

Viva el vino

Los mayores placeres de la vida no están en Facebook

Luis Ventoso
Madrid Actualizado: Guardar
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El Papa bonaerense, vergel de anécdotas encantadoras, ha incorporado al pontificado uno de los más felices atributos de la inteligencia: el sentido del humos. Hasta ha contado algún chiste autoparódico: «¿Saben cómo se suicida un argentino? Pues se sube a su ego y se tira abajo». Hace un par de días, recibió a un grupo de católicos que celebraban sus 50 años de matrimonio. Platicando, hizo una simpática –y atinada– defensa del vino: «Imposible terminar una fiesta bebiendo té. ¡Una fiesta sin vino no es una fiesta!»

Que viva Bergoglio (y que viva el vino). El vino es civilización (el primero que se puso a ello fue seguramente un sumerio de hace 6.000 años, y hasta la Biblia reseña que cuando Noé atracó tras el diluvio una de sus primeras gestiones fue plantar unas vides para asegurarse el morapio).

El vino es un inciso de libertad en unas existencias cada vez más regladas. Hay algo un pelín intimidatorio en el rigorismo del abstemio radical. Carlos Marx, hijo de vinatera, comentó en una carta que por una vez estaba de acuerdo con Lutero –y con Bergoglio, con quien me temo coincide en más cosas– sobre la «poca valía de los hombres que no saben apreciar el buen vino». Marz y Engels le arreaban duro: jerez burdeos, mosela, madeira, champán, oporto... Tal vez así se coció uno de los dogmas más nocivos de la historia.

Los defensores del vino suelen acabar en un mismo argumento, variaciones del famoso «in vino veritas» de Plinio. Es decir, la idea de que abre las puertas interiores y además, como añade Dante, «siembra la alegría en los corazones». Pero, como siempre, sin mesura todo derrapa. Chungo cofrade el vino si no median largos días en blanco para aliviar hígado y cabeza.

Para buscar una opinión ponderada sobre cualquier cosa, muchos recomiendan recurrir al equilibrio de Montaigne. Pero en lo que hace al vino el más templado de los ensayistas, el primero y mejor de los columnistas, no se aclara. Por una parte, lo condena porque desborda nuestros bajos instintos y nos lleva a entregarnos al animal que somos. Pero por otra parte parece incapaz de resistirse a sus goces: «Beber a la francesa, en las dos comidas y de una manera moderada por el cudiado de la salud, es restringir demasiado los favores del dios Baco. Es preciso ocupar más tiempo y desplegar mayor constancia en el beber», anotó allá en su torre circular.

Estamos en campaña. Mariano sería hombre de rioja clásico. Cumplidor, pero sin glamur, como aquellos Paternina de los setenta. Sánchez recuerda al rosado, porque no es ni blanco ni tinto, y encima ha estropeado la fórmula echándole gaseosa. Pablito y Garzón son claramente calimocho: un estrago de las cosas buenas. Rivera parece situado en las premuras del Red Bull.

Una conversación sin prisas ante una botella redonda de godello, oporto, pinot noir… es uno de los regalos de la vida. Un placer que no expira con el declinar de la biología. Un deleite que no está en Facebook, refugio de tantas soledades disfrazadas de amistad virtual. Tampoco están allí las glorias de la piel concupiscente, o las miradas de frente, o las trastadas inocentes de un retaco. El vino baña la vida. Lo otro es solo el triste placebo del vivir.

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