Luis Ventoso

Francis Albert

Pasarán otros cien años y seguirán curándose con Sinatra

Luis Ventoso
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Muchas ciudades pequeñas juegan a rozar el gran mundo de rebote. La mía, La Coruña, es fértil en historiadores de tasca que sitúan allí toda suerte de portentos. Cuando los espirituosos van ablandando la credulidad, los fabuladores de barra van subiendo el listón. Una leyenda asegura que el mismísimo Hitchcock anduvo por la playa salvaje de Barrañán buscando exteriores para "Los Pájaros". Otra sitúa a Bob Dylan achispándose en 1993 en un angosto pub-karaoke que regentaba un amigo yugoslavo. Pero la que más me gusta es la leyenda urbana que sostiene que Frank Sinatra estuvo a punto de morir en La Coruña. «¡Y qué bien nos habría venido para el turismo!», añade siempre algún amigo práctico. En 1992, ya con 76 tacos, Sinatra cantó en la ciudad (seis mil pesetas la más barata y aforo a medias).

Lo metieron en uno de esos pabellones polivalentes, que lo mismo sirven para unos toros que para un baloncesto, bautizado pretenciosamente como «El Coliseum». Por comadreos de la concejalía de fiestas, se da por cierto que el viejo Frank dejó casi resuelta una botella de Jack Daniel’s en la bajada desde el mini aeropuerto de Alvedro. Cantó con porte imperial, pero no completó un cadáver coruñés de chiripa. Según la fábula, tras el concierto una cesta de baloncesto se desplomó justo donde había actuado. Pero ya lo decía Frank: «Si el diez por ciento de lo que se dice de mi fuese cierto estaría en un zoo».

Se cumplen cien años del nacimiento del hijo de una genovesa mandona y un sigiloso bombero siciliano. Amor, alcohol y sobre todo, el poder. Los combustibles de Sinatra. Mandar. Ser el rey. La Voz. Pero el cóctel queda incompleto sin su laboriosidad y su interés profundo y meticuloso por la música. En los cuarenta, Frankie (1,72, enjuto, ojos azul-eléctricos y cara marcada por el fórceps al nacer) inventó el fenómeno fans. Chicas con síncopes al paso del joven compinche del capo Gincana. Pero a finales de los cincuenta Sinatra pasó de moda. Pinchazos de público y ventas y una hemorragia en la garganta que lo bajó del escenario. Su divorcio fue un escándalo, al que se unía el de sus flirteos mafiosos. Luego Ava, su AMOR, lo corneará con toreros y otros donceles. Aullidos de ira. Barbitúricos, humo Camel y maceración en bourbon. En 1952, Columbia lo despidió y se le dio por liquidado. Ahí llega el episodio más bonito de su epopeya: su reinvención, una lección de voluntad, que lo llevó incluso a aprender a respirar de otra manera.

De joven Frank fue demócrata y hasta celestino del salaz JFK. También peleó contra la segregación racial, aunque ninguno de sus chistes con Sammy Davis pasaría hoy el corte. De mayor se tornó pro Reagan y pro peluquín (se le atribuye un arsenal de 60 bisoñés). Conservó hasta el final su sentido del swing, el fraseo perfecto, su buen gusto. Odiaba el rock –«deficientes cantando letras maliciosas»– y a The Beatles, aunque adoraba el «Something» de Harrison, «mi canción favorita de Lennon y McCartney». Detestaba cantar «My Way», porque se le iba la letra, y odiaba «Strangers in the night», porque pensaba que hablaba de dos fulanos.

Pasarán otros cien años y la gente continuará tratándose los facazos del alma con Sinatra.

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