Un amo

Putin es el retorno a lo perdido y añorado: la nostalgia de ser siervo del amo más cruel

Gabriel Albiac

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JACQUES Lacan, puede que el pensador más inteligente de su tiempo y el peor entendido, lo formula en 1969 frente a la multitud de los ingenuos que profetizan mundos nuevos: "Queréis un amo. Lo tendréis". El pueblo ama los despotismos. Y ama, aún más, a los déspotas.

El más engañoso de los consuelos que despliegan para ir tirando nuestras felices sociedades es el de dar como una evidencia que todo el mundo tiene a la democracia por el mejor –o, al menos, menos malo– de los sistemas políticos. Y que, de verdad, la desean. Es un espejismo. Los sistemas políticos –todos– imponen eficazmente el amor hacia los amos de sus siervos. La disidencia, en un país moderno, tiende a ser una rareza microscópica. Y, para el común, odiosa. Los medios de imponer certezas imaginarias al servicio del poder en ejercicio –sea el que sea– son hoy descomunales. Escapar a las normas que impone como evidentes un Estado, es imposible casi. En Moscú como en Madrid, en Teherán como en Barcelona, en Pekín como en Tokio o en París o Adís Abeba. Al final, amamos sólo aquello que hemos sido configurados para amar. El resto se nos hace odioso. O invisible.

Putin es un ejemplo de eficiencia en ese proyectar imágenes y relatos ilusorios, a la medida del universal deseo de ser el siervo de un buen amo: que es lo único que, en rigor, define a un sujeto político. Tras la caída a plomo del despotismo soviético –la más larga dictadura europea en el siglo XX–, el desarraigo fue total. Rusia había amado locamente –locamente– a Stalin. Con la misma locura sin freno con la que amó Alemania a Hitler, Italia a Mussolini. Y España a Franco, no nos engañemos: los clandestinos que resistimos a su dictadura fuimos un puñado de irreductibles sin esperanza alguna; la transición levantó acta de eso. Pero lo largo de la dictadura soviética –y, sobre todo, lo duro– hizo de ella un caso único. En tasas anuales, Stalin mató tanto como Hitler. Pero el totalitarismo nazi duró once años. El soviético, 72. Y, además de un helado panteón de cadáveres, alzó la mayor fábrica de tallar mentes a la medida que haya conocido nunca la historia de los hombres. Mentes a la medida, que amaban, claro está, a sus carceleros. Siempre es así. Un joven prodigioso lo había intuido, allá por el siglo XVI. La servidumbre es –y sólo puede ser– voluntaria. "La libertad", meditaba Étienne de La Boétie, "no la desean los hombres. Por la sencilla razón de que si la desearan, la tendrían". Los hombre son los imprescindibles capataces de su esclavitud. Y el deseo del amo se les hace, de inmediato, el suyo propio. Rusia lloró a Stalin con la misma sinceridad con que los italianos lloraron, a puerta cerrada, a Mussolini. Con la misma con que las colas fueron, en Madrid, inacabables para hacer el duelo de Franco.

Putin es el retorno a lo perdido y añorado: la nostalgia de ser siervo del amo más cruel. Porque sólo en la verdadera crueldad se reconoce a un buen amo. Y eso sólo ama el siervo. Rusia quería un amo. Ya lo tiene.

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