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Cerebro

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Todos tenemos nuestro propio cofre del tesoro. Habitualmente lo usamos como de caja de herramientas en el bricolaje diario del vivir. Arca de la alianza con lo real, a veces sacamos de su interior, tal que chistera de mago, las más extrañas fantasías. Baúl de nuestra más preciada humanidad, lo abrimos en bastantes ocasiones para que surjan también de su oscuro fondo, tal que caja de Pandora, todos los males del mundo.

Nuestro cerebro es esa máquina biológica que, más allá del mantenimiento de las funciones vitales, del dibujo reptiliano del territorio o del cuidado de la descendencia típica del mamífero, dio ese salto sobre el abismo que, transformando los gruñidos en palabras, nos coloca frente a la imagen de nosotros mismos para que pronunciemos ese 'yo' que nos lleva a reconocernos.

Billones de células trabajando a destajo en su oscuridad de termitero, ajenas por completo a la existencia de este mundo luminoso que ellas mismas nos ponen frente a nuestros ojos. El bullente conglomerado de reacciones electroquímicas que nos sugiere la belleza de un atardecer, nos embriaga con el extracto del amor o nos envenena el cuerpo con el destilado de la ira. Si buscas al autor del más hermoso de los poemas o del más horrendo de los crímenes, lo encontrarás entre las circunvoluciones cerebrales donde poseen tanto torre de marfil como la más tenebrosa guarida.

Prisionero a perpetuidad entre los muros del cráneo, consigue que germine en nuestro interior la ilusión de la propia voluntad e incluso que arraigue en lo más profundo de nosotros el sentir de seres libres. Del extraño magnetismo con que los electrones consiguen la comunicación entre los átomos, allá en las fantasmagóricas profundidades del mundo cuántico, surgen las más perversas ideas y la más rica orfebrería del pensamiento.

El cerebro, en su más desnuda esencia, es un procesador de información. Sus neuronas elaboran todos los datos que le aportan tanto el sistema nervioso como nuestros sentidos y los expulsa de nuevo como perorata política, un soneto de Shakespeare o en la forma acabada de la ecuación de Shrödinger. Dicen los expertos en inteligencia artificial que el día que podamos construir un ordenador capaz de manejar la misma cantidad de información, con la eficiencia energética y a la velocidad de nuestros cerebros, también estas máquinas lograrán adquirir conciencia de sí mismas.

Ahora el mío me sugiere una idea. Sea, pues, el único responsable de que se trate de una acertada intuición o el más absurdo desvarío. Existe un sistema tan complejo que, en comparación, todos los cerebros de los hombres que en el mundo han sido, trabajando al unísono, y, asimismo, cualquier ordenador de tamaño planetario que fuésemos capaces de ensamblar resultarían una mota de polvo en la inmensidad de un infinito desierto de arena. Este sistema no es otro que nuestro universo. Por tanto, si la capacidad de reconocerse surge a partir de un punto crítico en el volumen de procesamiento de información, nuestro universo hace ya muchos millones de años que debe tener conciencia de sí mismo.

Imagina mi cerebro, pues, al universo como un sistema consciente de su propia existencia entre infinitos universos luchando por sobrevivir gracias a ese mismo intercambio informativo que también a nosotros nos mantiene con vida. Sería esta conciencia compartida la que nos conectaría, en nuestra insignificancia, con el conjunto de todo lo existente y, frente al vacío, lo único que podría dotar de sentido a nuestras vidas.

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