Imagen promocional del disco «The Wall» de Pink Floyd
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XXV aniversario de la caída del muro de berlín

Acordes contra el muro que dividía Europa

Como ningún otro arte, el pop reflejó la angustia provocada por la partición de Berlín

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La penúltima palabra sobre el Berlín de la Guerra Fría la tiene dicha David Bowie en «Where Are We Now?», canción en la que hace poco más de un año rememoraba con nostalgia su larga y productiva estancia en la ciudad en la que grabó su trilogía alemana; una obra cuyo epicentro emocional, «Heroes» (1977), narra la historia de amor de dos jóvenes que no encuentran otro sitio mejor para quererse que un banco situado bajo una torre de vigilancia del Muro. El pasado mayo, el Martin Gropius Bau reconstruyó en una muestra la intensa relación de Bowie con la ciudad dividida, refugio durante décadas de cantantes en proceso de metamorfosis, como Nick Cave, y escenario de algunos de los mayores dramas musicales de la historia del rock.

Pocas alegrías pudo dar el Muro a los aficionados a la música pop, lenguaje artístico cuya velocidad de transmisión y amplio espectro social no tardaron en convertirlo en el mejor soporte para documentar el paso de un siglo XX que tuvo en la capital alemana uno de sus focos. Desde dentro de la ciudad, creadores como Bowie lograron evadirse y repensar su obra, pero, vista de lejos, Berlín no pasaba de dar mucha pena. Solo un año después de la construcción del Muro, Toni Fisher invitaba a bailar a los americanos con su «West Of The Wall» (1962), pieza que muy alegremente relataba la agonía de una pareja, recién separada por el monumento al totalitarismo de la RDA.

Dos décadas después, ya con la perspectiva que le faltó a la apresurada Fisher, el mundo tenía claro que el Muro estaba allí para quedarse. Fue entonces cuando Nena popularizó su «99 Luftballons» (1982), fantasía construida sobre la hipótesis de que decenas de globos cruzaran de uno a otro lado de Berlín. Antes, los Sex Pistols habían ridiculizado en «Holidays In The Sun» (1977) a los turistas que, como en un parque de atracciones históricas, recorrían la herida abierta por el comunismo en el corazón de Europa.

Lou Reed utilizó la sordidez de la capital germana como fondo escénico de su «Berlin» (1973) , desolador drama en diez actos que pasa junto a un Muro de «cinco pies y diez pulgadas de altura». Unos metros más allá, en «Alexanderplatz» (1982), se detuvo Franco Battiato, que puso en la voz de Milva un relato de gente corriente y asfixia ambientado en la zona Este de la ciudad, eternizada en su drama. De un sonado plumazo, Elton John se enamoraba en «Nikita» (1985) de un vigilante de la RDA apostado en el Muro. Tirando de tópicos, si la tragedia se podía mascar en Berlín, a este otro lado del mundo se podía escuchar, oportunamente transformada en melodrama.

El Muro como fósil

El argumento lírico se repite: junto a la tristeza, aflora el conformismo, enquistado y cimentado junto a un Muro que según pasan los años se fosiliza en un paisaje no solo geopolítico. Hay que irse hasta Kraftwerk, la madre del cordero alemán, para intuir, como un anhelo apenas sugerido, la libertad de movimiento que trajo consigo la caída de las planchas de hormigón. «Autobahn» (1974) y más tarde «Trans Europe Express» (1977) idealizan una apertura espacial que –por tren o por carretera, incluso en bicicleta, como en «Tour de France» (1982)– trasciende las fronteras de Berlín para abogar por la unificación de una Europa partida en dos por el Telón de Acero.

Son precisamente las primitivas construcciones sintéticas de Kraftwerk las que tras la recomposición alemana sedimentan, junto a otros vertidos, el sonido que en los primeros años noventa hizo de Berlín la sala de ensayos musicales del continente. La reconquista urbana de la mitad Este de la ciudad favorece la apertura de una red de clubes de baile que transforman un entorno inhóspito y ruinoso en la mayor discoteca de la historia. La pista era tan grande que tenía vistas a la calle, con una Love Parade que a pleno sol también inauguró el género de las cabalgatas electrónicas.

En julio de 1990, Roger Waters montó su descomunal y circense representación de «The Wall» en la Postdamer Platz, y los Scorpions no tardaron en hacer de su cargante «Wind Of Change» (1991) el himno oficioso de la unidad alemana. Tuvieron reflejos, pero llegaron tarde. Berlín no era ya sinónimo de la angustia o la esperanza, sino un lugar -nuevo, a estrenar por los jóvenes de sus dos mitades- en el que casi todo empezaba de cero, sobre todo la fiesta, y casi nada tenía final.

Es en la frontera de esos dos mundos y esos dos tiempos que convergen en octubre de 1989 donde se gesta el álbum que mejor puede representar la caída del Muro. Grabado en Berlín, «Achtung Baby!» (1991) refleja la permeabilidad de una banda desnortada, recién llegada del Oeste americano y abierta de ojos y orejas ante el ritmo de una ciudad que, como le sucedió a David Bowie veinte años antes, comenzaba a pasar factura a todos los que se alojaban en ella.

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