Vistas de Manhattan desde el Top of the Rock
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El sueño americano cumplido

Un verano especial donde un anhelo se hace realidad. Un verano clavado en la memoria

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Estados Unidos siempre ha sido un sueño para muchos, un viaje inalcanzable para otros, e incluso un país idílico para una gran parte de la población española que no quita ojo a las películas patrióticas estadounidenses de sábado por la tarde.

Y, precisamente, yo era una de esas personas que pensaba los tres casos anteriores.¿Un sueño para muchos? No sabía si mucha más gente compartía mi obsesión por pisar tierras americanas, pero apenas con 15 años yo no tenía otra cosa en la cabeza. ¿Un viaje inalcanzable? A esa edad, poco había viajado. De hecho la única vez que había salido de España – afortunadamente hoy en día han sido muchas más- había sido para ir a Disneyland París, el paraíso para toda niña de 9 años.

Pero yo quería ir más allá, no me conformaba con viajar por Europa, quería cruzar el océano.

Mis tios y mis primos siempre han sido personas nómadas, han estado toda la vida de aquí para allá. Nunca estaban más de 10 años en un mismo país. Casualmente, aquel año vivían en Nueva York. Recuerdo perfectamente un viaje que realizó mi abuela a la ciudad estadounidense para visitarles. Cuando volvió, le avasallé a preguntas. Aunque ya se sabe que una abuela no siente las experiencias con la misma intensidad que una cría inquieta y curiosa de 15 años, yo intenté vivir las situaciones a través de sus palabras.

Mis padres temían que se me encaprichase visitar a mis tios, pero tuvieron poca suerte. En cuanto mi abuela volvió a Madrid y me contó sus vivencias, no dudé en pedirles un vuelo a Nueva York. Era mi oportunidad. Sabía que el billete sería caro, y que probablemente el «no» saldría de la boca de mi padre. De primeras, así fue. Era de esperar. Siempre me he considerado una chica bastante insistente y que lucha por lo que quiere, así que seguí «erre que erre» con lo que para mis padres era un capricho, y para mí un sueño. Al cabo de unos días, mi padre cedió. Hoy en día, cuando hablamos de aquella vez, siempre me cuenta que decidió aceptar mi viaje porque me vió realmente entusiasmada y con un brillo especial en mis ojos. ¡Bendito brillo que me hizo ir hasta otro continente!

El día de volar alrededor de 8 horas llegó. Mis nervios y mis ganas se unificaban en un solo pensamiento: disfrutar la experiencia al máximo. Recuerdo el vuelo como si fuera ayer, en uno de esos aviones enormes que no había tenido anteriormente la oportunidad de conocer. Me recordaba a la película «Airce for One», protagonizada por Harrison Ford, que tantas veces repetían en televisión. Nunca me gustó demasiado eso de volar, me gusta más tener los pies en la tierra, en el sentido literal. Y para colmo, aquel viaje lo realicé sola, jamás había hecho un viaje en avión sin compañia. Permanecí todo el trayecto sentada entre un turco que de vez en cuando intercambiaba conmigo algunas palabras en inglés, y una familia española cuya madre me daba la mano al pasar por los tramos de turbulencias.

Finalmente, aterricé en el aeropuerto John F. Kennedy, donde mis primos me esperaban agitando una pancarta con unas letras coloridas que decían «Welcome to New York». Previamente al reencuentro con mi familia, tuve que rellenar unos papeles donde me preguntaban, al menos para los españoles, unas cuestiones un tanto atípicas. Algunos ejemplos fueron: ¿Viene usted a matar al presidente de los Estados Unidos? (No, creo que ese no era mi principal propósito) o ¿viene usted a plantar un huerto radiactivo? (No, tampoco estaba entre mis planes). Tras rellenar unas 20 preguntas pasé la aduana, en donde un policía bastante simpático y agradable –nótese la ironía- me cogió bruscamente el dedo para empaparlo en tinta y poder firmar con mi huella, y segundos después una cámara en miniatura sacó una foto a uno de mis ojos. Me sorprendió el control que tenían en el aeropuerto, y no era para menos, ya que pocos años atrás había tenido lugar el fatal atentado del 11-S.

Y por fin, empezó mi vivencia en Nueva York. La casa de mis primos se encontraba a las afueras, cosa que al principio no me convencía porque queria vivir el estrés diario del centro neoyorkino, pero al final terminó por no desagraderme. Vender limonada en la calle a los runners, entrar en las casas de los vecinos con total tranquilidad – ya que dejaban la puerta abierta de par en par- para pasear a sus perros, recibir saludos de la gente aunque no te conociesen, jugar y tomar el sol en el backyard (el jardín de la parte de atrás de una casa) y vivir en una calle repleta de chalets con la bandera estadounidense ondeando en la puerta de cada uno de ellos fueron situaciones que me hicieron cogerle un especial cariño a eso de vivir en las periferia de la gran ciudad. Siempre he tenido la teoría de que cuánto más grande sea la bandera americana que sitúan en una casa, más patriótico se siente el inquilino que habita dentro. Aún la comparto.

Pero lo que más me interesaba a mí, era el centro de la ciudad que nunca duerme. Visité tantos lugares que a veces me cuesta recordarlos. Tengo especial cariño a ciertos momentos. Por ejemplo, el día que visité Central Park. Podía estar horas y horas en ese parque, desprende un encanto especial. Cada rincón sorprende, y es diferente al anterior. Otro recuerdo que guardo con especial cariño fue el esperado momento en que visité Broadway, la famosa calle llena de letreros luminosos de gran tamaño y tráfico considerable. En esa zona, uno se siente como una hormiga. Los taxis tiñen de amarillo las calles, las prisas de la gente protagonizan la situación, los cafés en las manos de la gente dan a entender el poco tiempo del que disponen y la diversidad racial aporta un ápice muy especial a la gran capital.

Cuando vuelves de aquel viaje, tus amigos y familiares siempre te preguntan que si Nueva York es tan espectácular como lo pintan. Personalmente, opino que no lugar a duda. «¿No hay nada que te haya decepcionado?», me preguntaban mis amigas. Tengo tantos recuerdos positivos que quizás me fue complicado poder responder a esa pregunta, pero sí, hay un momento que me defraudó: el día en que visité la Estatua de la Libertad. Siempre tuve la impresión de que, si es uno de los símbolos más significativos de Nueva York, tendría que ser algo realmente impresionante, una estatua de gran altura que dejase a los turistas con la boca abierta. Pero no fue así, encontré la estatua mucho más pequeña de lo que aparecía en mis pensamientos o se puede calcular en las fotos.

También estuve unos días en Boston, ciudad situada en el estado de Massachussetts, pero me quedo con mi estancia en Nueva York. Manhattan me cautivó, me robó un pedacito de mi corazón. Como dice una canción de Joaquín Sabina, «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver», pero espero poder hacer una excepción y regresar a la ciudad que convirtió mi verano, hasta el momento, en el más especial de todos los vividos.

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