Daniel Tercero - Dazibao

Más pedagogía y menos adanismo

«Habría que preguntar a Guerra si, desde su posición de influencia, ya sea en el PSOE, en el Congreso o en el Gobierno, no pudo hacer más por el patriotismo que defiende»

Alfonso Guerra en una imagen de archivo J. M. SERRANO

Daniel Tercero

Escribe Alfonso Guerr a que «la unidad de España no es otra cosa que la igualdad entre españoles, así de simple, así de democrático» y que, por lo tanto, «ha llegado el momento de que los progresistas se despojen de los prejuicios y proclamen su patriotismo». Un patriotismo que el que fuera todopoderoso vicepresidente del Gobierno define como práctica que «se realiza a través de los valores republicanos que manifiestan su compromiso con los ciudadanos en el texto de la Constitución».

En definitiva, «los valores democráticos que aseguran una convivencia pacífica y respetuosa de los derechos de todos» y que no están vinculados a ideas partidistas concretas. En su libro La España en la que creo. En defensa de la Constitución (La Esfera de los Libros, 2019), Guerra reivindica el sentimiento patriótico para una izquierda española que anda desorientada. No solo esto. El político sevillano defiende que «las personas con pensamiento libre, abierto no pueden seguir regalando el concepto de España a los sectores más reaccionarios. España es de todos y si no es reivindicada por los progresistas, seguirá aprisionada en el aprisco de la más conservadora derecha».

Aunque habría que preguntar a Guerra si, desde su posición de influencia, ya sea en el PSOE , en el Congreso o en el Gobierno, no pudo hacer más por el patriotismo que defiende y, a su vez, haber dejado de hacer otras cosas que no siguen los parámetros republicanos, no es menos cierto que, en los últimos años, el exvicepresidente del Gobierno con Felipe González (1982-1991) se ha convertido en la voz más heterodoxa del socialismo español, sobre todo desde la llegada y toma de control político de Pedro Sánchez.

Suresnes (XXVI congreso del PSOE), Constitución española, caso Guerra, «cepillado» del Estatuto de Autonomía de Cataluña (2006) y, claro, el guerrismo son algunos de los hitos de la historia de España que no podrán explicarse sin Alfonso Guerra. Aunque su predominio y su poder real en el PSOE son menores de los que el imaginario puede impresionar y casi residuales («nadie habla de Alfonso en las agrupaciones», señala un dirigente socialista autonómico), sus declaraciones, sus escritos, sus opiniones no dejan de ser la voz de la responsabilidad del que hace gala de una experiencia institucional casi incomparable en España.

De ahí que sea relevante que Guerra considere que la Constitución de 1978 no solo es el mejor texto articulado en favor de la convivencia aprobado en nuestro país sino que es, sin duda, el que mejor refleja su realidad. A los datos objetivos hay que acudir. De los 350 diputados que forman parte del Congreso de los Diputad os, tras las elecciones del pasado mes de abril, solo 75 (en el mejor de los casos para los que opinan distinto que Guerra) plantean una enmienda a la totalidad al sistema democrático constitucional de 1978. Por ciento, un respaldo a la Constitución y en defensa de la estabilidad que ha mejorado respecto a las citas electorales de 2015 y 2016, cuando los partidarios de tumbar la Carta Magna rondaban los 100 escaños de la Cámara Baja.

Pero la defensa del texto fundacional de la España contemporánea, que consolida la monarquía parlamentaria y rige los derechos, las libertades y (se suele olvidar) los deberes de los españoles , no se limita, por parte del exdirigente del PSOE, a una cuestión estratégica (versus la derecha) o sentimental (patriotismo). Fundamentalmente, la Constitución garantiza la libertad, la igualdad y el respeto de/con todos los ciudadanos y fija sólidamente la separación de poderes.

Todo esto no excluye llevar a cabo las mejoras que sean necesarias (es decir, por consenso, es decir mediante las renuncias que todos tienen que hacer para que todos puedan estar satisfechos sin que nadie lo esté totalmente) en la Constitución. Pero, se pregunta Guerra: ¿No es mejor el sistema monárquico sueco que la república norcoreana? El nombre no hace la cosa, y menos otorga derechos y libertades. Por esto, el político andaluz defiende que la Carta Magna , aprobada tras casi cuarenta años de dictadura y que ha proporcionado más de cuarenta años de democracia, es «un texto de gran calidad», opinión que no impide «actualizar» algunos de sus preceptos y «corregir errores» iniciales.

Para Guerra, «la Constitución española de 1978 es una buena Constitución. Es democrática, moderna, avanzada y solidaria. Declara que España se constituye en un Estado social y democrático de derecho, se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación, garantiza la autonomía de nacionalidades y regiones; protege a los españoles con una tabla detallada y amplia de derechos y libertades y garantiza a todas las personas el derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales; certifica que todos los españoles son iguales ante la ley y rechaza cualquier discriminación por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquiera otra circunstancia personal o social; hace responsable a los poderes públicos de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo sean reales y efectivas; y encarga a los poderes públicos remover los obstáculos que impiden o dificulten su plenitud (de la libertad y la igualdad); reconoce el derecho a la negociación colectiva entre trabajadores y empresarios, y el derecho a las medidas de conflicto colectivo , como la huelga; reconoce la libertad de empresa, y también que los poderes públicos garanticen y protejan su ejercicio, incluso con la planificación económica (artículos 38 y 131), un avanzado principio que recogen pocas constituciones».

Así, es comprensible y lógico que se tomen medidas democráticas para evitar la ruptura del bienestar colectivo . La receta de Guerra para hacer frente a los unilateralistas que están fuera de la Constitución: «Aplicar la política de apaciguamiento, mediante concesiones, nos conduciría directamente a una balcanización de España que todos habríamos de lamentar».

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