Antonio Illán Illán - Crítica

Erotismo y tragedia

Los uruguayos del colectivo Teatro de la Morena en el Rojas

Antonio Illán Illán
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Título: No daré hijos, daré versos. Texto y dirección: Marianella Morena. Compañía: Colectivo Teatro de la Morena y Compañía Salvador Collado. Intérpretes: Lucía Trentini, Agustín Urrutia, Mané Pérez, Cristian Amacoria, Laura Báez y Domingo Milesi. Escenografía y vestuario: Johanna Bresque. Diseño deiluminación: Claudia Sánchez. Iluminación: Ivana Domínguez. Música: Lucía Trentini y Nicolás Rodríguez. Producción: Lucía Etcheverry y Salvador Collado.

«Hay guerras que son de una sola persona». La poetisa uruguaya Delmira Agustini (1886-1914) es la heroína real sobre la que se sustenta la obra teatral de Marianella Morena que se ha representado en el Teatro de Rojas. Como mujer, libraba su propia guerra personal saltándose los convencionalismos propios de su época, de su familia burguesa, de la sociedad machista y de su sexo.

De ella hay que decir, además, que fue la primera poeta hispanoamericana en escribir poesía erótica y que comenzó a hacerlo siendo virgen. Delmira murió asesinada por su exmarido, Enrique Job Reyes, al poco tiempo de divorciarse. Se habían casado en agosto de 1913; ella lo abandonó solo cuarenta y cinco días más tarde, porque también quería romper el convencionalismo del matrimonio y convertirse solo en amante. Yo creo que Delmira Agustini sostenía que la relación amorosa necesita cuatro puentes: mente, corazón, sexo y cuerpo. Algo había que fallaba y frustraba la pasión de la poetisa, para quien la vida era, por supuesto, algo más cálido y carnal que los versos. Una mujer, pues, hambrienta y sedienta de libertad, a quien las normas sociales le suponen una cárcel y el matrimonio la asfixia. El acto erótico en Delmira, aun siendo intensamente físico, se puede considerar también político e ideológico.

Todo ese ser, ese sentir, ese pensar y ese hacer es lo que Marianella Morena ha llevado al teatro con su magnífica obra, No daré hijos, daré versos, y con su no menos extraordinaria dramaturgia para ponerla en pie con pasión en los escenarios. Vaya por delante que el elenco de actores y actrices, con su fuerza expresiva, su trabajo envolvente y su capacidad camaleónica para transformarse, han ayudado sobremanera para que el resultado sea un trabajo estético preciso y precioso, donde el contenido y la reflexión son importantes y la forma escénica e interpretativa es la adecuada para llegar al corazón y la cabeza de los espectadores.

La obra, coral y original en su concepción, está dividida en tres actos, cada uno de los cuales muestra un género y un lenguaje diferentes. En realidad cada acto es una pieza teatral que tiene entidad por sí misma, aunque en su conjunto se unifiquen en el puzle que nos conduce a la realidad de la poetisa, su mundo y al símbolo, que tanto vale para el pasado como para hoy.

El espectáculo no tiene la pretensión de hacer una reconstrucción tópica de una vida o de una época, y, quizá por ello, se plantea como una conversación desde el presente con los personajes históricos. En el primer acto, los tres personajes femeninos son tres caras de Delmira y los tres masculinos tres maneras de presentar al marido. Los seis son en realidad dos y el inicio impacta con todos ellos revueltos sobre una cama. El juego escénico, los cruces de mensajes y de diálogos al principio despista, pero enseguida se logra aunar las diversas caras de la vida de las dos personas que se enfrentan. Actitudes y hechos. Es la vida y es la muerte y es la vida de nuevo. La poetisa muere pero su obra no.

El segundo acto nos presenta un cuadro familiar aburguesado, tópico y esperpentizado. La reconstrucción del espacio doméstico no es nada realista ni tiene por qué responder a los modelos de principios del siglo XX, aunque sí se pretende hiperbolizar los papeles que cumple cada miembro familiar, sus intereses, sus diálogos, sus gestos, su lenguaje y su afán por que «todo esté ordenado y en su sitio». Es un flash back interesante que, en cierto modo, relaja el relato de la tragedia.

El tercer acto, situado en la actualidad, se condensa en un primer plano sin movimiento en el que se cuenta una especie de rescate arqueológico o recuperación de la memoria de la poetisa muerta, a partir de la subasta de un lote de pertenencias de Delmira, en el que se encuentran cartas y documentos que dan luz sobre su vida. Si el lenguaje del segundo acto podría tener algún tinte surrealista, en este tercero se echa mano del hiperrealismo. Al fin y al cabo, en el conjunto de esta obra se puede aplicar el principio de que el arte es un contraste en un contexto.

Podemos pensar que esta es una obra en la que se reivindica el feminismo encarnado en la protagonista, aunque encontramos que se parodia en alguna ocasión. Supone también un acercamiento a la situación del hombre como víctima social, si a su machismo hay que atribuirle un papel de virilidad exacerbada. De igual forma, podemos apreciar la levedad de una sociedad que caricaturiza la poesía y a una poetisa y que trufa una tragedia de comicidad.

El texto es importante, también lo es la forma, la dramaturgia elegida, donde la música, nada complementaria, con la canción en vivo y a capella, es parte esencial del relato mismo. El espacio escénico funcional y muy bien iluminado ha sido el marco adecuado para la excelente interpretación de unos actores jóvenes pero de sobrada profesionalidad, que han demostrado saber y crear. En la dirección de Marianella Moreno se aprecia claridad en los principios y flexibilidad para alumbrar y encauzar la creatividad colectiva.

No daré hijos, daré versos, en fin, una obra compleja y difícil, muy bien resuelta por la compañía uruguaya y muy bien acogida por los espectadores del teatro de Rojas. Esperemos que vuelvan pronto y nos traigan del otro lado del mar océano la frescura, la sutileza y la profundidad de nuevas propuestas escénicas.

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