VIVIR TOLEDO

El primer polvorín de la Fábrica de Armas

Es una sencilla edificación de planta rectangular, cuya vieja estructura aún pervive en pie junto al vallado limítrofe con la actual Senda Ecológica

Primer polvorín de la Fábrica de Armas de Toledo de finales del siglo XIX. Vista exterior, en 2016, de la nave con el muro protector y la única entrada de acceso. FOTO RAFAEL DEL CERRO

RAFAEL DEL CERRO MALAGÓN

En 1761, reinando Carlos III, se creó en Toledo la Real Fábrica de Espadas cuya primera ubicación estuvo en el centro de la ciudad, en la calle del Correo, hoy Núñez de Arce . Vistas las limitaciones del lugar para mantener una factoría de armas destinadas a las tropas, en 1777, tras un informe del conde de Felicce Gazola, teniente general de los Reales Ejércitos, se acordó el traslado a unos terrenos adquiridos a la Cofradía de la Santa Caridad, fuera de la ciudad, a orillas del Tajo, donde el arquitecto Francesco Sabatini trazó un noble edificio. Allí, gracias a un canal, las aguas del río harían girar unas ruedas hidráulicas que trasmitirían su movimiento a los martinetes de las fraguas.

La fabricación de armas blancas se mantuvo regularmente en Toledo, si bien hubo momentos inciertos con la llegada de las tropas francesas, en 1808, que motivaron el traslado de obreros y efectos a Cádiz. En 1823, ante la cercanía de fuerzas de los Cien Mil Hijos de San Luis, se acordó otra mudanza, ahora a Badajoz. A partir de 1831 volvió la normalidad a la factoría, cuyo proceso de producción, las oficinas, la guarnición y las viviendas de jefes convergían en el edificio de Sabatini . Entre 1850 y 1852, siendo director José Gil Bernabé, se efectuaron reformas y se levantó otro edificio más en el lateral derecho para ciertas máquinas y recursos que apoyaban las tareas de espadería.

En 1870, cuando ya esta Real Fábrica había cumplido un siglo, se comenzó a fabricar cartuchería de vaina metálica «para las armas de fuego portátiles a cargar por la recámara». Aquello implicó recibir un utillaje, técnicas y materias bien distintas -como la pólvora- para manufacturar municiones debidamente calibradas. Hubo que crear edificaciones en el costado izquierdo del edificio de Sabatini, espacio hoy ajardinado con una imagen del Corazón de Jesús, entronizada en junio de 1943. De allí saldrían los primeros cartuchos de 14,4 mm, que luego serían sustituidos por los de 11,4 para el llamado Remington Español de 1871, empleado en las guerras carlistas y coloniales hasta 1895. Tres años después, empezó a elaborarse la cartuchería para el Mauser Español , fusil de cerrojo que conoció varios modelos hasta mediados del XX.

No hemos encontrado el año exacto en el que se levantó la primera estructura para fabricar cartuchos desde 1870. Un preciso plano militar, de 1874, recoge cinco naves con una rotulación genérica de «almacenes» asentados sobre los terrenos cuya extensión era la misma que tenía la Fábrica en 1777. Dicho documento es el proyecto que el comandante capitán de Ingenieros, Felipe Martín del Yerro y Villapecellín elaboró para fortificar el perímetro de la factoría ante el peligro de algún golpe de mano de las cercanas partidas carlistas, asunto que abordamos en otra ocasión (3/10/2016). Añadamos que el referido militar, destinado en Toledo entre 1870 y 1876, participó en las largas obras de reconstrucción del Alcázar que acogería la Academia de Infantería.

Otro minucioso plano del Instituto Geográfico y Estadístico, de 1881, muestra que la Fábrica ya había ampliado el terreno original hasta alcanzar el río, tras adquirir una huerta colindante a los herederos de Manuel María Herreros (1812-1873), profesor, propietario y prohombre de la vida política provincial. En el meticuloso dibujo se detallan las naves de «carga de cartuchos», «caseta de pruebas», empaquetado, fulminantes, etc., incluso una «casa cuartel del polvorín». Y es que, en un ángulo de este lugar, el más alejado, por obvias razones de seguridad, aparece el primer polvorín formal que hubo en la Fábrica , una sencilla edificación de planta rectangular, cuya vieja estructura aún pervive en pie junto al vallado limítrofe con la actual Senda Ecológica.

Esta huella de arquitectura militar se ajustaba lógicamente a las instrucciones entonces vigentes sobre los depósitos de pólvora en España. Como expone Ana María Benedicto Justo (2003) tales normas provenían de los informes emitidos por ingenieros militares publicados en varios memoriales del Cuerpo, entre 1847 y 1900, siguiendo, en esencia, el modelo francés de Belidor: un pabellón aislado, de planta rectangular con un muro exterior perimetral. No obstante, en varios países europeos, desde finales del siglo XVII, ya existían distintos tipos de almacenes que, en algunos casos, como señala J. Lluis i Ginovart (2015), emplearon los ingenieros militares españoles desde el siglo XVIII, incluso aplicando atrevidas bóvedas de sección elíptica.

En general, para los citados depósitos de cartuchería, explosivos y proyectiles, eran básico el alejamiento de núcleos poblados, cuidando la ausencia de humedad, la temperatura, el rayo… y, por supuesto, medios de vigilancia y protección por su carácter estratégico. Los hubo de gran tamaño y de variadas plantas y alzados. Las estructuras más sencillas, como es el caso que nos ocupa en la Fábrica de Toledo , es un edificio rectangular, de escasa altura, diáfano, sin huecos al exterior, tan solo sendos accesos en los lados menores. Dentro quedan unos caballetes de fábrica para aislar la munición del suelo y colocar sobre ellos el material fabricado que luego se enviaba a sus destinos. Las cubiertas más simples eran a dos o cuatro aguas sobre cerchas de madera que después se sustituirían por perfiles metálicos. El polvorín se rodeaba con un paso de ronda protegido por un muro y, en ocasiones, reforzado con taludes de tierra.

En el primer tercio del siglo XX, a medida que la Fábrica de Armas entregaba nuevos modelos de cartuchos de armas ligeras y otros productos multiplicadores para morteros o proyectiles dilataría sus terrenos hacia el Cristo de la Vega. En ese periodo, el primitivo polvorín quedaría cercano a ciertos edificios y servicios vitales como era una central eléctrica. Es obvio que ahora se anulase su función original, pero consta que aún serviría de almacén de productos químicos y otros efectos de obligado aislamiento. La puesta en marcha de la fabricación de espoletas, en 1922, justificó la creación de una pasarela sobre el Tajo -a la que dedicamos un artículo de esta serie (1/4/2018)- pues, gracias a la adquisición de terrenos en la orilla izquierda del Tajo, en el paraje de la Olivilla, allí se pudieron levantar nuevos polvorines, de mayor tamaño, para distintos usos, alejados entre sí, pero conservando la misma estructura del antiguo precedente.

Rafael del Cerro, historiador
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