Rafael Simancas durante la sesión de constitución de la VII Legislatura en la Asamblea, tras la crisis del tamayazo, que llevó a la repetición de las elecciones
Rafael Simancas durante la sesión de constitución de la VII Legislatura en la Asamblea, tras la crisis del tamayazo, que llevó a la repetición de las elecciones - efe

El PSOE-M, del tamayazo a los infiernos

Desde 2003, los socialistas han perdido un cuarto de sus votos. La salida asistida de Carmona: el último intento de suicidio

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Eduardo y María Teresa no están. Tic, tac, tic, tac. Es el 10 de junio de 2003 y el reloj corre en la Asamblea de Madrid. Hace menos de un año que Rafael Simancas ha conseguido hacerse con el poder en la Federación Socialista Madrileña, que antes era la Agrupación Socialista Madrileña aunque en 2004 sería rebautizada como PSM, y hace una semana reinventada como PSOE-M. Un lío de nombres solo comparable a su fractura interna.

El último domingo de mayo de hace doce años, el hijo de inmigrantes españoles, Rafael Simancas, consigue doblarle el pulso al PP, que estrena candidata: Esperanza Aguirre. Con el apoyo de IU, negocia ser el segundo presidente socialista de Madrid. Tic, tac.

Es el 10 de junio de 2003 y los diputados Tamayo y Sáez no aparecen por el hemiciclo cuando hay que apretar el botón para elegir al presidente de la nueva Cámara.

El escándalo mayúsculo del conocido como tamayazo, sin relato definitivo doce años después, ha descalabrado a los dos primeros partidos madrileños. Simancas pierde un puñado de euros gastados en un par de trajes para ser presidente de la Comunidad y, con él, el PSM inicia un suicidio diferido cuya última estación la recorrió Antonio Miguel Carmona el pasado lunes al tener que desalojar, por mandato de la dirección federal, su despacho de portavoz municipal.

Todos contra todos

También el PP sufre daños colaterales: Aguirre, que terminará siendo presidenta cuando se repitan las elecciones, le jura odio eterno a su antecesor, Alberto Ruiz-Gallardón. Jamás le perdonó que, durante el debate de una investidura que nunca culminó, se marchara cuando tomó la palabra el tránsfuga Tamayo. En señal de protesta, Gallardón se fue del escaño y Aguirre nunca olvidó ese desaire. Aquello marcó su relación hasta hoy.

Pero esta es la crónica de otra guerra sin cuartel, la que han librado intramuros las familias que conviven dentro del socialismo de Madrid durante la última década. Aquel junio del tamayazo aceleró la decadencia del PSM. Y tanto: en una docena de años esta formación que gobernó la Comunidad de 1983 a 1995 ha pasado de 1.083.205 votos en 2003 a los 807.385 apoyos de hoy. Y este dato, con ser grave, no es lo más importante. Porque lo peor es que las heridas por las que se han desangrando en votos resulta que se las han causado ellos mismos. Todos contra todos. Solo los años de la bonanza institucional, en los que la Alcaldía la ocupó hasta su muerte, en 1986, Enrique Tierno Galván (y luego Juan Barranco) y el prolongado mandato de Joaquín Leguina hasta 1995, calmaron las aguas. Bien es verdad que con una suerte de equilibrios de poder dirigidos por Alfonso Guerra que, en 1981, colocó de jefe de la FSM a José Acosta, su hombre de confianza. Del que fuera secretario general madrileño durante 16 años se recuerdan dos cosas: cómo se repartía el poder, siguiendo instrucciones del vicepresidente, con los partidarios de Leguina; y la facilidad con que se gastó años después 62.300 euros con la tarjeta black de Caja Madrid.

La «mesa camilla»

Con la táctica guerrista de la «mesa camilla» en la FSM, durante los años ochenta y primeros noventa, o se conspiraba en el Hotel Suecia, donde se reunía el entorno de José Acosta, o en el Hotel Chamartín, sede de los afines a Leguina, y que dio nombre al «Clan Chamartín», en el que militaron desde Javier Solana hasta José Barrionuevo. Y todos tan contentos porque al calor del poder los enfrentamientos eran menos enfrentamientos.

El problema llegó cuando en 1989 se pierde, por una moción de censura, el Ayuntamiento de Madrid; y seis años después, la Comunidad. Leguina se marcha y es elegido secretario general Jaime Lissavetzky. Pero en la FSM se deja de hablar de ideología y solo se reparten -o mejor, se persiguen- miserias de poder. Y se prueba que en la oposición hace mucho frío. Que se lo digan a Simancas que, tras conseguir en 2002 la secretaría general, una de las facciones internas, la de los renovadores por la base, le declaran odio eterno y proceden a la gran traición que le impidió ser presidente autonómico. La división interna se había hecho carne. Curioso, esa familia socialista, a la que pertenecían Tamayo y Sáez, es una de las rampas de lanzamiento de José Luis Rodríguez Zapatero, que ya vela armas para sentarse un año después en La Moncloa, en el mítico 35 Congreso del PSOE. No se sabe si por mala conciencia o por qué, cuando hay que repetir las elecciones el hoy expresidente intenta arreglar las cosas colocando a Gregorio Peces-Barba como candidato. Pero el rector no quiere; y Aguirre arrasa.

El partido inicia el descenso hasta los infiernos. En 2007 Simancas lo lleva a un desastre electoral sin precedentes, solo superado por la caída en siete puntos de Tomás Gómez cuatro años después. Por eso se va, y una gestora presidida por Cristina Narbona toma el mando. De la división de esta formación da cuenta que no ha sido la única salida de emergencia para la FSM: ocho años después, Pedro Sánchez fulminó a Tomás Gómez y tuvo que colocar otra gestora. Ironías del destino, es Simancas quien resucita políticamente para presidirla.

A Gómez se lo llevan sus malas formas políticas, su implicación en el sobrecoste del tranvía de Parla, que a su amigo José María Fraile lo vinculen a la Operación Púnica, las tarjetas black..., pero sobre todo las luchas intestinas a las que se abona Pedro Sánchez.

Como hizo Zapatero con Miguel Sebastián en el Ayuntamiento, el líder socialista también coloca a un próximo, Ángel Gabilondo, en la candidatura autonómica. Solo hará falta que pasen dos meses y medio de las elecciones y una alianza con Podemos para que caiga también el amigo de Gómez, Antonio Miguel Carmona. Un suicidio diferido que dura ya más de diez años.

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