CRÍTICA DE TEATRO

«El reencuentro»: condenadas a no entenderse

Amparo Larrañaga y María Pujalte interpretan la obra de Ramón Paso, con dirección de Gabriel Olivares

María Pujalte y Amparo Larrañaga, en una escena de «El reencuentro» ABC

JUAN IGNACIO GARCÍA GARZÓN

Amparo Larrañaga y María Pujalte parecen estar predestinadas a ser hermanas sobre el escenario; lo fueron hace cinco años en una comedia de Carol López titulada precisamente así, « Hermanas », y vuelven a serlo en este reencuentro que retrata una relación fraternal poco fluida tras un paréntesis de veinte años. Son dos extremos condenados a no entenderse, dos caracteres que mezclan peor que el aceite y el agua, el viejo esquema de extraña pareja que debe sobrellevar una convivencia forzosa reeditado por Ramón Paso . Julia y Catalina son una suerte de hermanas Gilda continuamente a la greña como sus antepasadas de historieta (por si algún lector joven desconociera la referencia, aclararé que son unos descacharrantes personajes creados por Manuel Vázquez en 1949 para la factoría Bruguera).

La primera es una violinista hipermetódica , soltera, maniática del orden, misantrópica, triunfadora, irritante e irritable, que en vez de sentimientos tiene fobias. Y la segunda, una perdedora, un ama de casa en horas bajas , viuda, dejada y con una vida desastrosa, que llama a la puerta de su hermana Julia buscando un lugar donde quedarse tras haber sido desahuciada de su vivienda. Su irrupción en un piso donde todo está numerado y clasificado en su lugar preciso pone de los nervios a la asocial violinista que ve vulnerada su impoluta intimidad por alguien por quien no siente la menor empatía y no digamos ya cariño; aunque intenta expulsar a la intrusa, no encuentra manera y no tendrá otro remedio que darle cobijo en principio provisional.

Ramón Paso desarrolla con habilidad esta situación explosiva, manteniendo tenso el hilo de la acción con unos diálogos que son pura e ingeniosa filigrana cáustica . Digamos que es como si Julia y Catalina disputaran un salvaje y divertido partido de tenis con bolas de ácido sulfúrico. Paulatinamente, cada una de las dos hermanas, además de echarse en cara agravios del pasado, irá sabiendo cosas de la otra que desconocía y se producirá alguna revelación que hará aún más precaria la frágil relación que más que mantener sufren, hasta desembocar en un final literalmente demoledor.

Gabriel Olivares maneja con fluidez esta comedia ligera y feroz al tiempo, no sé si decir familiar, en la que el intercambio de mandobles dialécticos es constante, una esgrima con cargas de profundidad que obliga a estar con la atención en ristre para no perderse una. Las risas del público repiquetean a lo largo y ancho de una función en las que las dos intérpretes se encuentran como peces en el agua en sus respectivos personajes. A Amparo Larrañaga le viene que ni pintada la dureza metálica de su Julia , un papel de déspota que matiza muy bien, y María está inmensa como esa Catalina un poco desastre acostumbrada a que nada le salga como espera. En su punto la escenografía realista de Felype de Lima , que reproduce un coqueto pisito de soltera.

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