Un momento del montaje de «El holandés errante», a cargo de Alex Ollé, en el Teatro Real
Un momento del montaje de «El holandés errante», a cargo de Alex Ollé, en el Teatro Real - Javier del Real
MÚSICA

El mesianismo musical de Wagner

El Teatro Real de Madrid presenta «El holandés errante» de Wagner, el compositor con más influencia fuera y dentro de la música, en cuyo lenguaje se reflejan todas las tensiones y contradicciones que asolarán de forma trágica el siglo XX

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En uno de sus farragosos ensayos escribe Wagner: «Si contemplamos los países y pueblos, vemos fermentar en toda Europa un movimiento poderosísimo… que amenaza con caer sobre nosotros con toda su furia. Europa se nos revela como un gigantesco volcán…»; «…el viejo mundo se está derrumbando, uno nuevo va a emerger de él, pues la suprema diosa Revolución se acerca bramando entre las alas de la tormenta… Ruge la eterna madre rejuvenecedora de la Humanidad, recorriendo aniquiladora y dichosa la Tierra»... Y líneas después: «¡Yo [la Revolución] soy la eterna rejuvenecedora, la eterna creadora de vida!, donde yo no estoy, está la muerte. Soy el sueño, el consuelo, la esperanza de los que sufren. Destruyo lo que existe y allí a donde voy brota vida nueva en la piedra muerta… Todo cuanto existe tiene que desaparecer, esa es la ley eterna de la Naturaleza, esa es la condición de la vida, y yo, la eterna aniquiladora… quiero destruir desde su raíz el orden de las cosas en el que vivís, pues ha salido del pecado, su flor es la miseria y el delito su fruto; la semilla ya ha madurado, y yo soy la podadora. Quiero destruir toda vana figuración que ejerce poder sobre los hombres. Quiero destruir el dominio de uno sobre los demás, de los muertos sobre los vivos, de la materia sobre el espíritu; quiero despedazar el poder de los poderosos, de la ley y de la propiedad.

Que la propia voluntad sea quien domine a los humanos, el propio deseo su ley única, la propia fuerza toda su propiedad, pues lo sagrado es sólo el hombre libre, y nada hay más alto que él…». Ahí está ya casi todo: el furor de la destrucción, el odio al mundo real existente, la ilusa fe en la regeneración salvadora, las ensoñaciones irreales, la sacralización, infundada y falaz, del cambio y de lo nuevo.

La fascinanción por Wagner sólo era posible en un mundo que ya era sólo escenificación

En un siglo lleno de grandes figuras, una aparición monumental sobresale entre tantas monumentalidades: Richard Wagner, genio de la música y de la ópera -según muchos-, el «artista moderno por excelencia» ( Nietzsche), que sedujo, entre notas, coros y poemas, a almas, pueblos y naciones. Estamos ante un coloso y ante sus ensoñaciones titánicas -muy sobredimensionadas- que se apoderaron de Europa en aquel siglo dramático. Estamos ante una figura casi tan transcendental como Napoleón o Marx, que llenaron el mundo con sus repercusiones y traumas. El poder de seducción del marxismo corre en paralelo con el poder de seducción del wagnerismo, ambos con raíces comunes. Eso es el wagnerismo: seducción musical y literaria, en Alemania y en toda Europa, como se puede leer en los grandes escritores franceses o italianos.

Un metafísico del arte

Como señaló un estudioso, Wagner es el compositor con más influencia extramusical de todos cuantos han existido. Lo confirma Thomas Mann en un famosísimo ensayo sobre Wagner que le costó el exilio: «Sufriente y grande, como el siglo, el XIX, del que es expresión perfecta…». Y en otro texto: «Wagner es, tomado como potencia artística, algo sin comparación, probablemente el mayor talento de toda la historia del arte… Él permanece como el paradigma del arte capaz de apoderarse del mundo, y Europa se rindió a su capacidad como se rindió al arte político de Bismarck». Ya lo había anunciado antes un Rey algo perturbado: «Ud. [Wagner] es un ser divino, el verdadero artista por la gracia de Dios, el que nos ha traído del Cielo a la Tierra el fuego sagrado para purificar, darnos felicidad y salvarnos… ¡Oh siglo feliz que vio emerger en medio de él un espíritu así!». O sea, Luis II de Baviera, a quien Verlaine llamó «le seul Roi de ce siècle».

Con Wagner estamos ante un coloso y ante sus ensoñaciones titánicas

Wagner es el padre -y a la vez el hijo- de su época. Como Rousseau lo fue de la suya. Y otra paradoja: este hijo pródigo de Schopenhauer se convierte sorprendentemente en el Hegel de la música. Es un metafísico del arte que levanta un gigantesco -y frágil- sistema musical, que, bajo el invento de «la obra de arte completa o integral», viene a ser otra «Fenomenología del Espíritu». Un galimatías lleno de abstracciones y ensoñaciones con la Música como Idea, en las que el mundo corre hacia su plenitud final, el hombre se redime por el Arte, la Razón llega montada a caballo sobre grandiosos coros, el irredento espíritu alemán resucita entre sus versos, y el compositor/libretista es un nuevo Rey filósofo al estilo platónico. O la música convertida en «pensamientos acústicos». Lo expresó clarividentemente Nietzsche: «El Anillo del nibelungo es un sistema de pensamiento gigantesco sin tener la forma conceptual de pensamiento».

Castillos en el aire

Nuestra única ventaja es que podemos ver -y medir- retrospectivamente. Y sabemos que esas grandes metafísicas son castillos en el aire. Condenados al fracaso y a la sangre. La clave del siglo XX es 1914, no 1945. 1914 es la gran crisis -y el gran fiasco- de las élites europeas. La llamada Gran Guerra es una guerra de élites: causada por la irresponsabilidad e ineptitud general de esas élites. Y de forma especialmente destacada de las intelectuales. 1914 es la desembocadura en la que se desbordó, por primera vez, un tenebroso río negro -un magma mental explosivo- que había ido ganando caudal recrecido artificialmente por filósofos, poetas, escritores y artistas en los decenios finales del XIX. Todos ellos, con Wagner y Nietzsche como adelantados, llenaron Europa de un irrefrenable «furor de destrucción» que viene de muy lejos, al menos desde la Revolución Francesa, pero que va engordando con todo tipo de hormonas ideológicas hasta cristalizar en un sentimiento de estadio final. «Plenipotenciario de la desaparición» se denominó a sí mismo Wagner. Y lo fue.

Ese «furor de destrucción» continuo llegará, con pausas y aceleraciones, hasta Hitler. Ese hilo, que comienza como un dulce ansia de libertad poética, se va convirtiendo, poco a poco, en una fiera sedienta de aniquilación. El hilo acabará convertido en una soga, ruda, áspera y fatal, con la que se ahorcará el mundo un par de veces: primero en 1914, después en 1933, con la llegada de Hitler al poder. Ese furor de destrucción nace de un furor de negación: negación total, e innegociable, del mundo existente, al que consideran viciado de corrupción y putrefacción, y ante el que no sienten más deseo que destruirlo.

Lo real por lo ideal

Esa aniquilación tiene su contrapunto: un imaginado re-nacer nuevo, la sustitución de lo real por lo «ideal», la mitificación -dogmática- de lo nuevo: que es, por sí mismo -es decir, por ser meramente nuevo-, lo regenerador, purificador, redentor. Así que la tan citada «destrucción creadora» no viene de Schumpeter, ni de la economía. Esa destrucción por creación recorre el siglo XIX. Y pone al Mito en el sitio de la Razón. Con una especial mitificación del «Volk», del «pueblo»: el pueblo como fuente del derecho -Revolución Francesa-, después como fuente del arte y de las ideas: sólo la fuerza del pueblo puede traer la renovación y nuestra redención, porque él es el verdadero poeta y artista del futuro. El mundo se alimenta, hasta hoy, de ese círculo vicioso: lo nuevo es válido (y bueno) por ser nuevo, sin necesidad de prueba o demostración alguna.

El poder de seducción del wagnerismo y el del marxismo tienen raíces comunes

Esta «filosofía» la oímos actualmente casi todos los días. De ahí al pueblo salvador hay sólo un paso. Wagner es el gran creador de un nuevo arte: «la obra de arte del futuro», «la obra de arte completa o integral». Su genialidad consiste en una «blasfemia»: poner subordinadamente a la música al servicio del texto, de la historia, del verso, del movimiento escénico, de la iluminación, de los efectos, en una palabra, del conjunto de la representación, de la «Dramaturgia». Convertir a la música en «ancilla dramatúrgica». Es la «Teatrocracia». Es decir, convertir al Estado en un teatro de ópera. Lo expresó su yerno Houston Chamberlain: él no es un músico que escribe poesía, es un poeta que escribe música. Habría que corregir: es más bien un gran «Regisseur», o incluso como ha dicho un analista el «más grande genio teatral de todos los tiempos». Con él, la ópera alemana abandona el espacio de las bandas militares para entrar en un nuevo «templo».

Un salto al vacío

Eso es Wagner, un osado salto -imposible- al vacío. Una nueva religión musical. Laica y postcristiana. Una religión y un nuevo evangelio sin Dios pero con un «Gesù di Bayreuth», como le llamó D’Annunzio. Nadie en la música se había atrevido a tanto. Ninguna genialidad, ni siquiera la musical que le reconoce Saint-Saëns y otros muchos -aunque no todos (por acusación de diletantismo)-, puede justificar ese salto. No lo dio su venerado Beethoven, ni Mozart, ni ningún otro, grande o pequeño. Ellos no le arrebataron a la música ni su naturaleza, ni su «neutralidad», para convertirla en una metafísica. Ese paso supone internarse en un inmenso agujero negro. Que sólo puede llenarse con basura: mesianismos, egolatrías, «verbosità metafisica», esnobismo, histrionismos, eróticas de la muerte, crepúsculos de los dioses, o falsos paraísos. O con cosas aún peores: como la vieja bestia rubia germánica, o el nacionalismo, el irracionalismo, el arte ario, los falsos heroísmos, la nazificación de Bayreuth y de sus sucesores, el antisemitismo del terrible texto El judaísmo en la música.

Wagner como profeta

Lo advirtió su contemporáneo Heine: una vez que se abre la puerta a esa bestia germánica ya no es posible pararla: viene la barbarie y la destrucción por la destrucción. Esa es la terrible soga que va de Wagner - y sobre todo de la wagnerofilia- a Hitler, ese es el hilo mortal que conduce al apocalipsis. No hay por qué cebarse, ni sobrevalorar, esa conexión, innegable. Pero tampoco es posible negarla, y menos todavía ocultarla, como hacen sutilmente algunos de sus más afamados biógrafos. Según consta en Rauschning, Hitler no reconoce más que un antecesor, Wagner, al que considera el mayor profeta que ha tenido el pueblo alemán.

Queda el diagnóstico de Nietzsche, probablemente el más certero, profundo y brillante hecho nunca, «El caso Wagner», que es «el artista de la decadencia» que mueve, con su gigantismo, a las masas modernas. Es decir, el «decadentismo wagneriano». Fue Bizet el primero en señalar el decadentismo de Wagner: una filosofía del pasado que se vende como filosofía para el futuro. Esa es la magia de la teatralización y de ese mago. Quizá el éxito del fenómeno Wagner haya que buscarlo en la clave que señalaron tantos escritores del «Fin de Siglo» y que refrescaría luego Broch en su análisis del vals: la fascinación por Wagner sólo es posible en un mundo que era ya sólo escenificación y vacío.

Dicho con la brevísima frase final del prólogo del ensayo de Nietzsche: «Wagner resume la modernidad». Que es nuestra enfermedad general. Podemos repetir casi lo mismo con las palabras de un escritor vienés olvidado y poco conocido: «El drama musical [de Wagner] es el arrebatador canto funerario, el pomposo funeral en la tumba del siglo XIX, y de toda la modernidad». De nuevo, 1914.

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