Shakespeare visto con humor por Tom Gauld en «Todo el mundo tiene envidia de mi mochila voladora» (Salamandra Graphic, 2015)
Shakespeare visto con humor por Tom Gauld en «Todo el mundo tiene envidia de mi mochila voladora» (Salamandra Graphic, 2015)
LIBROS

El logotipo de las letras inglesas

La estatura literaria de Shakespeare es tan alta como la de Homero, Virgilio, Petrarca y pocos más. Nadie como él supo retratar el alma humana. Con sus luces y sombras

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Tengo la intuición, probablemente equivocada, de que William Shakespeare no tenía una idea cabal de ser William Shakespeare –o sea, el autor que daría nombre a una lengua: lengua inglesa o lengua de Shakespeare–, de que no sabía muy bien que su obra estaba destinada a ser la más leída y considerada de las letras universales después –o quizá al lado– de la Biblia.

Escribía Mingote en su « Historia de la gente», en el acompañamiento textual a un desternillante dibujo, que el primer loco que se creyó Napoleón cogió desprevenido al mundo y ejerció de Bonaparte como si hubiese sido el propio general corso. Con Shakespeare tengo una sensación parecida a la que refiere Mingote: el empresario teatral de Stratford-upon-Avon no sabía que era Shakespeare, pero acabó siéndolo y se convirtió en el logotipo de las letras inglesas, muy por encima de autores como Chaucer, Milton, las Brontë o el propio Charles Dickens, por citar solo algunos nombres de impacto.

Tartamudeo elegante

Para redondear el milagro espontáneo de su escritura, la «maniera» shakespeareana, que acabaría imponiéndose como el modo de escribir más original, creativo e inimitable que ha acompañado nunca a una producción literaria anglosajona, poco tiene que ver con el mundo conceptual y retórico de aquellas señas de identidad que adscribimos a Britania tanto en el terreno de las costumbres como en el de la literatura: contención estilística, tartamudeo elegante, rigidez protocolaria, pragmatismo, descripciones precisas y síntomas por ese estilo.

Shakespeare es justamente todo lo contrario: vocacionalmente dislocado, fantástico, excesivo, incluso apocalíptico y, desde luego, tremendista, superando ampliamente en todo momento los límites convencionales que han rodeado nuestra concepción de lo británico desde sus orígenes célticos hasta nuestros días. Quizá sea ese el motivo de que Shakespeare, pese a pertenecer por origen y por idioma al territorio anglosajón, trascienda esa complicidad natural para convertirse en un escritor sin colorido local de ninguna clase, en un autor profundamente universal.

Shakespeare está muy por encima de autores como Chaucer, Milton, las Brontë o el propio Dickens

Lo mejor –lo más sugestivo y lo más hondo, pero también lo más grandilocuente y rimbombante– que se ha escrito sobre vida y la obra del cisne del Avon sigue siendo aquel prólogo maravilloso deVictor Hugoa unas obras completas de Shakespeare, traducidas al francés por su hijo menor, François-Victor, que el autor de «Los miserables» comenzó a redactar en su destierro de la isla de Jersey en 1852 y publicó doce años después, cuando vivía en la vecina isla de Guernsey y los «opera omnia» shakespeareanos vertidos por François-Victor Hugo habían alcanzado su volumen decimoquinto (de los dieciocho de que constaría la serie).

Ese prólogo, de más de 500 páginas, vio la luz con el título de «William Shakespeare» y como libro exento en 1864 (París, Librairie Internationale), y fue traducido por vez primera al español por Antonio Aura Boronat en 1880 (Madrid, Saturnino Calleja). Yo lo leí en 1963, cuando tenía doce años, en la benemérita colección Crisol, de Aguilar, en versión castellana de José López y López. He regalado ese tomito de Crisol muchísimas veces, pues me parece que, a pesar de sus numerosas inexactitudes, no puede introducirnos mejor ni con más poderío imaginativo en el universo shakespeareano.

Funesto y pernicioso

Cuando Hugo publicó ese libro, Shakespeare empezaba a considerarse como un autor «sine qua non», solo comparable en grandeza y primacía a gigantes como Homero, Virgilio, el anónimo autor de «Beowulf» y de la «Chanson de Roland», Dante, Petrarca, Rabelais, Cervantes (entre los anteriores a Shakespeare), o Stendhal, Dostoievski, Poe, Stevenson o Galdós (entre los posteriores). Grandeza y primacía que le negó el siglo XVIII, una centuria que veía el teatro de Shakespeare como una muestra de mal gusto, con sus atroces crímenes, su oscuridad anímica, sus conflictos sangrientos. « Tito Andrónico», por ejemplo –sin duda la obra más «gore» del viejo Will–, se consideró emblema de un modo de entender la literatura opuesto en todo a la mentalidad racionalista del Siglo de las Luces. Voltaire, sin ir más lejos, reconocía grandeza en el autor de «El rey Lear», pero lo consideraba un escritor funesto y pernicioso a la hora de educar el «bon goût» literario.

En nuestros pagos, sería Leandro Fernández de Moratín (entre los árcades Inarco Celenio) el principal introductor de Shakespeare en la bibliografía patria, vertiendo a un pulquérrimo castellano nada menos que «Hamlet» (Madrid, Imprenta de Villalpando, 1798).

Su estilo se impuso como el modo de escribir más original, creativo e inimitable

Será también en el siglo XVIII, en sus décadas finales, cuando se asista a la definitiva entronización de Shakespeare en la logia mayor de las letras europeas y universales. Una figura de la talla del pintor suizo afincado en Inglaterra Johann Heinrich Füssli contribuiría a ese revival con sus poderosísimos y bellísimos lienzos de tema shakespeareano. Los grandes actores y las grandes actrices de la época comienzan a adoptar a Shakespeare como piedra de toque de sus aptitudes actorales. La novela gótica triunfa de forma espectacular en toda Europa, ofreciendo sabrosas imágenes terroríficas que ya habían sido usadas mucho antes por Shakespeare.

Todo ello hace que el de Stratford tome asiento en la primera fila del patio de butacas reservado a los genios, y que Victor Hugo y su hijo –como haría por las mismas fechas Baudelaire con la prosa de Edgar Poe, y Mallarmé más tarde con la poesía del mismo autor– difundan su obra entre el público francés, que le será fiel desde entonces, lo que es muy importante, porque Francia ha sido siempre la puerta de entrada en el mundo de grandes escritores que no fueron mundialmente reconocidos hasta su éxito parisiense, y estoy pensando en nombres señeros como el de E. T. A. Hoffmann en la primera mitad del siglo XIX o el de Borges en la segunda mitad del XX.

Más que un dios

Habrá voces discordantes con el shakespeareanismo militante como la de Tolstói, que clama en el desierto contra Shakespeare tildándolo de inmoral y de nihilista. Desde que leí los injustos y apresurados juicios del autor de «Guerra y paz» sobre el genio de Stratford no he vuelto a leer una sola línea del terrateniente barbudo de Yásnaia Poliana. Debo decir, así, de paso, que nunca me ha caído bien el viejo y tonante León ruso, y que en la bolsa de mis gustos se cotiza a la baja si lo comparo con Pushkin o con Gógol, con Chéjov o con Dostoievski. Porque, de la misma manera que «nada de lo humano le era ajeno» al personaje del « Heautontimorúmenos» de Terencio, nada de lo que concierne a Shakespeare le es ajeno a quien firma estas líneas, que siente por el cisne del Avon una predilección de origen literario que se confundiría después con un afecto meramente humano.

Una persona capaz de retratar de forma tan objetiva y tan hermosa los más infames recovecos del alma humana y, a la vez, los rincones más luminosos de nuestro interior no puede ser tan solo un dios o un ídolo literario, sino más bien un padre, un hermano, un compañero, un buen amigo.

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