Todo lo que escondemos tras los muros

Lejos de ser solo «monumentos al miedo», como dijo Voltaire, las murallas han marcado la historia de la civilización y su presente

El muro de Adriano, tal y como se converva hoy ABC

Bruno Pardo Porto y Interactivo: Julián de Velasco

Al norte de Inglaterra, cerca de Newcastle, entre la nada y la nada, en medio del frío, el barro y la lluvia diaria, se levanta todavía un muro de algo más de un metro de altura que, visto de cerca, no se diferencia mucho de los lindes de las fincas campesinas cercanas donde pastan las ovejas a placer. Es su edad, más de mil ochocientos años, y el nombre propio que va ligado a ellas, Adriano , lo que dota a estas piedras de su verdadero significado: juntas forman (formaban) la muralla más famosa del imperio más famoso de todos, el romano, que cortaba todo el cuello de Britania y medía cinco veces más que hoy.

En su día señalaba y protegía la frontera entre la civilización y la barbarie –siempre mirando del lado adecuado– y lo que es más importante, marcó el momento exacto en el que Roma dejó de expandirse y comenzó a proteger los territorios que ya había conquistado. No deja de resultar caprichoso (la historia suele serlo) que hoy todo esto sobreviva en el país que, Brexit mediante, ha abandonado la Unión Europea, descendiente lejano de aquella gran civilización, creando así nuevas y molestas fronteras dentro de Occidente.

El tiempo pasa, pero los muros permanecen. Cambiamos su forma, su nombre, hacemos como que no los vemos, pero seguimos tan alejados de la utopía de un mundo abierto como los habitantes de Jericó , que hace doce mil años ya vivían rodeados de murallas. ¿Y si no sabemos vivir sin ellas? ¿Y si necesitamos su protección como quien necesita el café por la mañana? O mejor dicho: ¿podría existir la civilización tal y como la conocemos sin la sensación de seguridad que nos brindan? Estas preguntas siempre han estado ahí, pero retumban con fuerza en una realidad asolada por el coronavirus, en la que los estados se han visto obligados a encerrarse en sí mismos para sobrevivir.

«No ha habido ningún otro invento en la historia de la humanidad que haya desempeñado un papel más importante en la creación y en la configuración de las civilizaciones. Sin murallas nunca podrían haber surgido un Ovidio, ni los sabios chinos, ni los matemáticos de Babilonia ni los filósofos griegos», sostiene el ensayista David Frye en «Muros. La civilización a través de sus fronteras» (Turner).

En sus más de trescientas páginas, este volumen recorre la historia de la humanidad a través de sus límites. Ahí leemos, por ejemplo, que Atenas vivió su Siglo de Oro (el de Pericles) rodeada de murallas. No es casualidad: además de inteligencia y esclavos, los hombres libres necesitaban una gran protección para elevar sus espíritus. Y vino, por supuesto. «Año tras año, incluso cuando la ciudad estaba sitiada por el enemigo, los dramaturgos componían una nueva obra, la presentaban a los concursos y la estrenaban en los teatros. Los filósofos deleitaban a sus discípulos e irritaban a sus rivales. Y los artistas se entregaban a su labor con exquisita destreza», apunta. Mientras tanto, en Esparta , la situación era bien distinta. Como no habían construido murallas, pues creían que «reblandecían» a la población, tenían que centrar sus vidas en el adiestramiento militar y someterse a una disciplina férrea para no ser conquistados. La ironía es grande: «Los espartanos, que vivían abiertamente, sin murallas, no disfrutaban ni de una pizca de libertad». Lo sentenció Goethe : limitarse es extenderse.

Había muros en Troya , en Babilonia , en Constantinopla . En Mesopotamia, Grecia, Egipto. En Bolivia, en Perú. Los grandes imperios cubrieron sus fronteras calientes con ellos. En China construyeron un muro largo y, a fuerza de rehacerlo durante varias dinastías, este terminó convirtiéndose en una gran muralla conocida en el mundo entero. Fueron cientos de años de esclavitud y trabajos forzados. El mito dice que el primer emperador se inventó varios soles para que nunca fuera de noche y así avanzar más rápido en su construcción. ¿Pero por qué tanta prisa? ¿Qué buscaban con ella? Lo que en tantos otros sitios: separarse de sus vecinos. A China le molestaba la estepa, un territorio que no querían conquistar y que estaba lleno de guerreros feroces que les daban muchos problemas. Lo mejor era no verlos y que nunca pasaran al otro lado. Así lo vendieron, al menos, para convencer a su mano de obra. Un consejero imperial del siglo V lo explicó así: «Y como es evidente que los hombres apreciarán las ventajas a largo plazo que tienen las murallas, trabajarán en ellas sin queja alguna». Era mentira, claro, como también es mentira que ese «monumento al miedo», en palabras de Voltaire , se vea perfectamente desde el espacio: hace falta fruncir el ceño, fijarse bien y tener un guía que la señale en un día despejado. Y aún así no dejará de ser una fina línea. Una línea incómoda que nos recuerda una y otra vez que no somos tan civilizados como nos creemos.

En «Lugares fuera de sitio» (Espasa), Sergio del Molino lanza una definición de la frontera que se ajusta como un guante a la idea del muro, de la muralla. «Una idea simple o utilitaria de la frontera la define como una línea que separa territorios, pero como esa línea es el resultado de historias sangrientas y de símbolos que han macerado con los siglos, alterando y marcando las vidas de la gente que vive cerca de ella, es también un territorio de significados múltiples y paradójicos. Un lugar que es y no es, donde termina y empieza todo, y donde las naciones se definen con una violencia y una grosería impropias de la civilización».

Parece que hablamos de tiempos vetustos, ajenos, de vestigios de un mundo que fue, pero que ya no es. El Muro de Berlín no fue el más largo ni el más alto de la Guerra Fría, pero sí el más llamativo, el más icónico, y cayó hace más de treinta años. En su día, Kennedy aseguró que un muro era «mil veces mejor que una guerra». Y como desaparecieron las guerras, los muros dejaron de tener sentido. Ese es el relato más fácil, pero no el más cierto. El analista Tim Marshall , autor de «Prisioneros de la geografía» (Península), uno de los libros más populares de geopolítica, afirma en «Divided: Why We’re Living in an Age of Walls», que se publicó en inglés en 2018 y que todavía no ha sido traducido, que hoy vivimos más divididos que nunca. Aunque la apariencia es de globalización y apertura, él asegura que «en unos pocos años las naciones europeas podrán tener más millas de muros, cercas y barreras en sus fronteras que las que había en el apogeo del Guerra Fría».

La de Marshall es una opinión que comparte David Frye, que ha rebautizado nuestro tiempo como la Segunda Era de los Muros . Según sus datos, en la actualidad hay más de setenta muros vigilando varias fronteras. ¿Dónde? Por todo el mapa. Hay uno entre las dos Coreas, otro entre Uzbekistán y Afganistán, la India tiene varios en sus límites con Pakistán y Bangladesh, Arabia Saudí está completamente rodeada de muros… No todos están tan lejos. Turquía los tiene con Grecia, Bulgaria y Siria, Hungría con Serbia, Austria con Eslovenia, Eslovenia con Croacia, y Estados Unidos ya tenía uno con México antes de que llegara Trump. La lista sigue y sigue hasta llegar, claro, a Ceuta y Melilla, por terminar en lo cercano. Y eso por no contar otro tipo de cercos, como los digitales, las cuarentenas o las urbanizaciones con sistemas de seguridad privados.

Lo dicho: el tiempo pasa, pero el muro, el concepto, muta y permanece. Quizás no haya una motivo único y general de por qué los construimos, y cada uno necesita de una explicación concreta, aunque el psicólogo Abraham Manso puede darnos una clave. En su jerarquía de las necesidades, que normalmente se representa con una pirámide, puso en la base la seguridad. Aunque lo importante no es tanto la seguridad como la sensación de seguridad. Así, los seres humanos solo comenzamos a autorrealizarnos, a hacer cosas bellas e inútiles, o útiles pero no urgentes, cuando no tenemos un miedo constante y diario detrás de la oreja. Ese razonamiento nos sirve para entender por qué Atenas no fue lo mismo que Esparta.

Volvamos ahora al Muro de Adriano, al frío, a esa nada dividida. «Es el primero de una larga serie de muros que no valen para nada», asevera el escritor Santiago Posteguillo , que lleva más de una década investigando la historia de Roma y que ha utilizado esta localización en su nuevo título, «Y Julia retó a los dioses» (Planeta). «Los muros tiene su función, pero nunca son la solución definitiva. La única solución definitiva para un problema que termina en la construcción de un muro es resolver aquello que ha creado la construcción del muro. Todo lo demás son parches que no duran», añade. El Muro de Adriano quedó abandonado, porque ese es el destino de todos los de su condición: la ruina, con suerte un recuerdo del que sacar lecciones.

Así que aquí tenemos otra hipótesis: los muros sirven, principalmente, para ocultar problemas, al igual que los silencios o los mensajes sin responder. Lo sabía George R. R. Martin , que se inspiró en Adriano para crear ese muro de hielo que millones de espectadores han visto «Juego de Tronos» o leído en sus novelas. En Poniente, un continente lleno de reinos, siete, que batallaban entre sí, el verdadero peligro era esa frontera lejana: la que separaba lo conocido de lo desconocido. Era una barrera para no ver lo que había más allá, que no era otra cosa que una gran amenaza. No es lugar este para contar el final, pero pasó por afrontar ese problema entre todos. Juntos. El mensaje está ahí, y podríamos aprender de él, pero es tan fácil cerrar los ojos...

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