Daniel Gamper: «Prohibir la exaltación del franquismo permitiría a sus partidarios victimizarse»

El filósofo de la Universidad Autónoma de Barcelona y último premio Anagrama de Ensayo por sus «Mejores palabras» reflexiona en esta entrevista sobre si hay que dejar o no que un nazi diga lo que piensa, lo políticamente correcto y el escuchar como un acto de resistencia y transformación

Daniel Gamper posó estoicamente Isabel Permuy
Javier Villuendas

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Un desengrasante pincel encontró Daniel Gamper (Barcelona, 1969) en el género del ensayo, uno que le permite «una ligereza» liberadora de las «contraintuitivas» ataduras de la Academia. Con ese pincel, que le deja dibujarse un poco a él y al mundo, este profesor de Filosofía moral y política de la Autónoma de Barcelona obtuvo el Anagrama de Ensayo con «Las mejores palabras» , una obra útil par darle vueltas a si un nazi puede decir lo que quiera o no. O un apologista del franquismo, como ahora estudia penar la ministra de Justicia , Dolores Delgado , tras la mediática exhumación.

¿Reformaría el Código Penal para castigar la exaltación del franquismo?

No creo que la solución para evitar la diseminación del discurso fascista consista en reducir el espacio de la discusión pública. La prohibición de la apología del franquismo podría ser utilizada por los partidarios y defensores de la dictadura como pretexto para victimizarse. La verdad histórica no se puede establecer por ley. La democracia debe ser capaz de defenderse sin barreras a la discusión. Corresponde pues a los ciudadanos demócratas articularse públicamente para mostrar los déficits democráticos del régimen franquista y la deseabilidad de un sistema de libertades. No es posible ni deseable pacificar la discusión pública. Tal vez lo único que se puede pedir es que los medios públicos de comunicación no den pábulo a las manifestaciones políticas que pretenden una restauración del antiguo régimen. No creo que el Código Penal sirva para resolver conflictos o problemas políticos.

El cantante de Ilegales, Jorge Martínez, dice que hay que transgredir aunque sea con gilipolleces.

¿Estos son los de la canción de «Heil Hitler»? Es interesante que en España entonces se pudiera cantar eso y ahora, por unas cosas mucho más suavecitas, acaba la gente en el juzgado. A los Ilegales les escuché de niño, venían mis amigos a casa y no salía de ahí . Este es el cambio, el provocar e ir a lo bestia y decir todo lo gordo siempre ha existido y es importante que exista porque marca el límite de lo que se puede decir. La libertad de expresión se ejerce ahí. El problema es cuando se puede descontextualizar. Internet ha modificado mucho el discurso sobre la libertad de expresión. ¿Quién leía el «El Jueves» o «Charlie Hebdo»? Quien lo compraba. Ahora tienes su portada en 5 minutos en el ordenador y la provocación se descontrola.

¿Hay que dejar que un nazi diga lo que piensa?

Yo se lo permitiría, por supuesto, pero con derecho a réplica. Y también exigiendo razones. Si alguien quiere decir que los campos de exterminio no existieron u otro dice que sí exisitieron pero que no hicieron bastante bien su trabajo porque no los exterminaron a todos realmente, la primera cosa no es ilegal en España y la segunda sí. Porque la negación la sacaron del Código Penal a mi parecer con buen criterio. Está bien que se pueda negar porque lo contrario es silenciar una cosa y convertir en mártires a los que lo quieren decir. No son mártires, se ponen en la situación del mártir para avanzar un discurso que persigue la dominación de los hombres por parte de otros hombres. La ultraderecha española dice algunos mensajes que son claramente falsos, como utilizar la palabra invasión para hablar de la llegada del último barco... que fueron 8 personas. ¿Pero prohibirlos? Eso es una manera de darles una importancia que en realidad no tienen. Es el efecto Streissand . Prohibes y la gente los irá a ver. Ella decía: «A mí no me dejan hablar». Es muy interesante que dijera que no podía hablar porque lo tiene que manifestar. Creo que no hay que prohibir, pero si yo fuera periodista le pediría que me diera razones de lo que expone y que no le valieran solo a él sino unas razones que valieran a aquellas personas a las que esta persona quiere discriminar. Si sus razones no valen para las personas a las que discrimina, entonces no son razones.

¿En Alemania también lo permitiría? ¿Despenalizaría la negación del Holocausto?

I. P.

En Alemania es otra cosa. Para los que estuvimos a finales de los 80 y los 90, allí vivías la omnipresencia del recuerdo del horror. Un pueblo recordando constantemente de lo que había sido capaz. Era una experiencia muy interesante. La gente de mi edad parecían inmunizados. En aquel momento yo creía que no había que prohibirlo, que ya era hora de levantar la prohibición porque creía que no se atreverían o que ya habrían quedado inmunizados frente a eso y que no se dirían las cosas que se están diciendo ahora en el submundo de las redes sociales de extrema derecha alemanas. Las ha estudiado muy bien Carolin Emcke en su libro «Contra el odio». La prohibición no ha impedido que rebrote por lo que es probable que no sea útil. A mí me resulta inconcebible, yo pensaba que no vería lo de AfD (Alternativa para Alemania).

«La opción de cerrar en falso el pasado a veces es necesario para mirar al futuro», escribe.

Esto está escrito pensando en la Transición española. No sé si está cerrada en falso y no afirmaría que es necesario una segunda Transición. No creo que se pueda afirmar tan contundentemente como hacen algunos que hay una continuidad jurídica entre ambos regímenes. Pero los historiadores nos enseñan, como Santos Julià (recién fallecido) o Carme Molinero y Pere Ysàs , que las circunstancias para llegar a un acuerdo eran muy complejas. Y que se hizo lo que se pudo y lo que se pudo no estaba tan mal. Pero sí que supuso un cierre en falso. Y lo que vemos que el reabrirlo, que responde a una reivindicación de justicia, tiene unos problemas desde el punto de vista de la estabilidad.

Afirma que «el espíritu del tiempo actual lo encarnan mejor los interioristas que los poetas o políticos».

Hay un poco de boutade en esto. Me refiero a la publicidad, a quién es más conocido, quién tiene más presencia en la esfera pública. O sea qué personas tienen notoriedad, fama... Me refiero al hecho de que el consumismo, que está omnipresente en nuestras vidas, utiliza una serie de estrategias como el neuromarketing para saber qué queremos, para decidir que queramos una cosa y no la otra. Entramos a una tienda y los olores, la manera en que están dispuestas las cosas, pues está pensado para la satisfacción de deseos efímeros y creados que son los del capitalismo.

Justo otro filósofo, Santiago Gerchunoff, tuiteó: «No me interesan nada las personas que no exageran».

Es que hay algo en la exageración... Es una manera de acercarse a la verdad. Y, a veces, tienes que agitar. Eso que digo de los interioristas o lo que digo contra las series, hay un elemento de exageración para acentuar la confrontación con lugares comunes. Yo no he tendido nunca a la exageración pero me he dado cuenta que es una herramienta comunicativa muy potente.

¿Cuáles son «Las mejores palabras» que dan título a su ensayo?

El título tiene una grandilocuencia y hay cierta impudicia sin ninguna duda. No tengo ni idea de cuáles son, no hay una lista. El libro responde a una situación sociopolítica y es una contribución para ofrecer un modelo de cómo deberíamos discutir o cómo debería ser la conversación pública. El ser humano es moral por naturaleza, cuando decimos algo inconveniente o mentimos y sabemos que no lo tenemos que hacer, cuando somos hipócritas, sabemos que lo estamos siendo en todo momento. Al menos, por la vía negativa, sabemos que habría una manera de decir palabras mejores que las que decimos. Yo lo pondría así: a las mejores palabras uno se acerca por la vía negativa.

¿Los políticos funcionan así?

La palabra política es que no pertenece a ese ámbito, es una palabra interesada no en la verdad sino en convencer o avanzar una posición. Por tanto, es connatural a la palabra política que se desentienda de la verdad. No es su preocupación, si las entendemos dentro del contexto de las democracias y por tanto en un contexto permanentemente electoralista. ¿Y quien gana? Quien miente más impúdicamente o quien lo sabe esconder mejor. No siempre es así. Hay algunas voces que señalan heridas reales y que intentan mover a las clases sociales en una determinada dirección y construir un pueblo más fuerte y solidario. También existen. Pero si uno se pregunta sobre la bondad y verdad de las palabras no hay que ir a escuchar a los políticos. Siempre hay que escucharlos con un cuchillo entre los dientes, sabiendo que es más importante lo que callan.

¿Tenemos obligación moral de tener una opinión sobre los asuntos relevantes?

La democracia se basa sobre el hecho de que se presupone al ciudadano la capacidad epistémica de tener conocimientos sobre la cosa pública. Entonces, la ciudadanía en el sentido enfático y normativo del término significa la politización de uno mismo. O sea, el hecho de que no tenemos derecho a ser apolíticos como nos decía Franco : «Haga usted como yo que no me dedico a la política». Porque él, efectivamente, no se dedicaba a la política. Se dedicaba a mandar. La política es la gestión de la diversidad sin el uso de la violencia. Y ahí el ejercicio enfático de la ciudadanía consiste en intentar formarse una opinión sobre los asuntos relevantes: la igualdad entre los hombres y mujeres, la política fiscal y ese tipo de cosas que son técnicas y muy complejas. Pero hay esta presunción de que hay que hacer un esfuerzo o, al menos, identificar aquellas voces a las cuales les concedemos la autoridad de informarnos. Y es muy difícil, por no decir excesivo, que la gente sea capaz.

¿Esta la sociedad perdiendo sentido del humor o ha bajado la tolerancia a las provocaciones gratuitas?

Esto tiene que ver con lo políticamente correcto. Hay personas, normalmente hombres, que sostienen que ya no pueden hablar como habían hablado siempre. Y que no puedan hacerlo es una limitación de su libertad de expresión. A ver, no existe un derecho a que la gente te ría las gracias. Y el sentido del humor cambia. Cosas que antes hacían gracia ahora ya no lo hacen. En el «Un, dos, tres» de pequeño los chistes eran de maricas y de gangosos. Hoy en día no se hacen chistes de maricas y gangosos en la televisión pública española, y me parece bien. No es que hayamos perdido sentido del humor, sino que hemos decidido que aquellas cosas de las que no todo el mundo potencialmente se puede reír pues resulta que no nos hacen gracia. Eso no es una limitación de la libertad de expresión. El discurso público está atravesado de toda clase de tensiones y esas tensiones no las puedes quitar. Siempre va a haber alguien que diga: «Basta de hablar de esta manera», «no queremos que nos llaméis así, este es nuestro nombre». Como cuando Carod-Rovira le llamaban José Luis y él dijo: «Me llamo Josep Lluis, no me cambies el nombre». El que diga que es una limitación que diga misa. Tiene que convivir con el hecho de que tal como es él ha dejado de tener gracia.

I. P.

«Vivir en común es siempre incómodo y ahora le toca a los hombres blancos y entristecidos, es una forma de justicia simbólica», escribe en este ensayo.

Pérez-Reverte ha escrito un libro que los protagonistas son perros y dice que lo ha hecho así porque si hubiera puesto hombres y mujeres «me habrían dicho que soy un machista». Y se queja y se le ve un poco triste, pues mala suerte. El que está incómodo ahora eres tú. Bueno, ahora te toca a ti y en otro momento le tocaba a otro. Siempre hay algún tipo de incomodidad en sociedad, no existe ningún derecho a vivir cómodamente y a decir lo que te da la gana y que además la gente te escuche, te ría las gracias y te de una columna en el periódico. Eso lo puedes perder. La sociedad es así. Yo soy un hombre heterosexual, burgués... Soy como el que ahora mismo probablemente hace 20 años invitarían a muchos más sitios a hablar de cosas, y resulta que ahora invitan más a mujeres. Y que si hay que ocupar un cargo preferimos que sea una mujer. Yo podría decir: «Qué incómodo, qué injusticia, no es una verdadera meritocracia». Bueno, es que lo anterior tampoco era una verdadera meritocracia. Si resulta que ahora yo tengo que estar un poco más incómodo... Pues, francamente, yo tampoco valoro mucho la comodidad. No es algo que me interese especialmente. No tengo ningún problema por estar un poco más incómodo, si alguien lo tiene creo que es una cuestión de mala suerte. Cuando ellos estaban cómodos había alguien que estaba incómodo y que lo estaba mucho más de lo ellos lo están ahora.

Respecto a la libertad de expresión, traslada la auténtica importancia del emisor al receptor, en el sentido de que sería un hurto a la humanidad su recorte. Y que no hay barbaridad demasiado estúpida.

Ahora estoy leyendo a Montaigne y tiene un capítulo muy bonito en el tercer libro, que se llama «El arte de la conversación», en donde dice que él aprende de cualquier cosa. Si alguien dice una estupidez muy gorda o una mentira manifiesta, el esfuerzo en responderle, al menos, nos sirve para recordar por qué eso era falso. Y, eventualmente, si esa persona es capaz de salir de su estupidez podrá cambiar de opinión. Hay que ver también si solo lo dice para provocar y molestar, o difamar que para eso existe el Código Penal y no me parece mal. O sea, depende de la actitud del que lo dice. Lo que se tutela con la libertad de expresión es que yo pueda decir algo que moleste a quien tiene poder. Que yo pueda decirle una barbaridad a la chica que ha venido a pedirnos un euro ahora eso no es el ejercicio de la libertad de expresión, eso es el ejercicio del poder que yo tengo sobre ella porque yo soy ciudadano y ella no, yo estoy tan tranquilo y ella no. La libertad de expresión está pensada para que el propietario de un pequeño periódico de provincias pueda escribir una noticia contra el alcalde o el Rey o contra la Constitución. Decir algo que es tremendamente impopular y que molesta a quien tiene el poder. Es lo que Ortega llama la acrobacia del sistema liberal, que es que el que tiene poder se autolimita y decide no intervenir a pesar de que haya alguien que lo desnuda.

«Escuchar es una forma de resistencia», afirma.

Diría que la libertad no es tanto la libertad de expresión sino la libertad de escuchar. Decidir libremente a quién tú quieres escuchar. Es un acto de resistencia porque la escucha enfática es una escucha transformadora, tú eres uno antes y uno después de haber escuchado. Porque, de algún modo, te has dejado atravesar por esas palabras. Las has ponderado, las has puesto en contacto y en confrontación con lo que tú podías pensar y han pasado a formar parte de tu opinión sobre ese asunto. Yo pondría el énfasis en la posibilidad de transformarse. Si escuchas realmente, no te deja incólume esa escucha. Porque o bien te sirve para reforzar tus opiniones en contra de lo que se ha dicho o te ayuda a modificar las que tú tienes.

Con la edad, ¿esa capacidad de escuchar se atrofia?

Depende la persona. A mí me está ocurriendo, porque yo tendía a escuchar mucho. He tendido siempre a escuchar mucho y si he escrito este libro es porque me he dado cuenta de que ya había escuchado bastante. Y, de algún modo, tenía algo que decir. Después de haber escuchado, tenía algo que decir. No es extraño que esté perdiendo oído un poco más rápido de lo normal pero como estoy tan enviciado no puedo seguir evitando escuchar cualquier cosa. Igual ahora filtro más. Algunos viejos dicen: «Yo ya no me puedo poner en tu lugar». Es lo que llamo yo la fisiología existencial de la escucha. De tanto escuchar uno se puede hartar.

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