Una imagen histórica: Jean-Paul Sartre, Raymond Aron y André Glucksmann en el Elíseo en 1979
Una imagen histórica: Jean-Paul Sartre, Raymond Aron y André Glucksmann en el Elíseo en 1979 - ABC

André Glucksmann, símbolo de la moral en la historia

Guy Sorman escribe sobre el intelectual francés, patriarca de Mayo del 68, que falleció el martes en París

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Para mi generación, una imagen sigue grabada en nuestra memoria: Jean-Paul Sartre, agotado, junto a Raymond Aron, su hermano enemigo, subiendo juntos los escalones del palacio presidencial del Elíseo, en junio de 1979, escoltados por un joven alto de pelo largo, André Glucksmann. En lo alto de la escalinata les esperaba el presidente Giscard d’Estaing que, cediendo a sus peticiones, aceptaría en Francia a más de 100.000 refugiados de Vietnam que huían del régimen comunista en pateras, como hacen los sirios hoy en día.

Este momento, inspirado por Glucksmann, es fundamental en la historia intelectual en Francia y en Europa porque señala el final de las luchas ideológicas extremas y su total absurdidad frente a unos dramas inmediatos y reales.

Simbólicamente, es el final del marxismo del que procede Glucksmann y al que Sartre había apoyado toda su vida. En sus libros, Glucksmann, portavoz de una nueva generación de pensadores a los que llamarán «los nuevos filósofos», no solo había renunciado al comunismo sino que acusaba claramente a este de ser el fundamento teórico de las grandes matanzas del siglo XX. Es lo que Aron siempre había dicho, pero con menos fuerza: los liberales franceses con Aron eran pesimistas y estaban convencidos de la victoria final de la URSS sobre las democracias. Glucksmann, en cambio, como los neoconservadores estadounidenses a los que se sentía próximo, consideraba que se puede vencer al comunismo enfrentándose a él con derechos humanos, la moral contra el sufrimiento, sin discursos enfáticos. Es a lo que se sumó Sartre, ese día, vencido.

«Glucksman se conviertió en el portavoz de cualquier ideología totalitaria, incluido el islamismo»

Fue un momento fundador. Glucksmann, a partir de entonces, se convirtió en el portavoz de las víctimas de cualquier ideología totalitaria, incluido el islamismo al que identificó con el nihilismo cuando se cometieron los atentados del 11-S en Nueva York. Pero surgió un nuevo enemigo de los derechos humanos, más taimado, que Glucksmann no había visto venir: el relativismo cultural. Los occidentales no intervinieron junto a los chechenos aniquilados por los rusos porque, miren ustedes por dónde, los rusos no son como nosotros y no podríamos imponerles nuestras normas humanistas. Glucksmann se encontraba muy desamparado frente a esta hipocresía, que la mayoría de las veces es una máscara de la realpolitik. Nunca se decidió a aceptar esta realpolitik ni esta derrota moral de Occidente, que apoya los derechos humanos solo frente a regímenes débiles, pero que se doblega ante los poderosos, rusos o chinos. Glucksmann sigue siendo el símbolo de la moral en la historia, pero también el de la eficacia relativa de esta moral. Nos hace pensar en estas palabras de Charles Peguy: «Los moralistas tienen las manos blancas, pero no tienen manos». Al menos Glucksmann tuvo las manos blancas hasta el final sin mostrar nunca la más mínima vanidad. Fue un justo y un puro, algo poco frecuente.

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