Los últimos días de Cervantes

Enfermo de diabetes, un mal aún no diagnosticado, al autor del Quijote le recetaron aire del campo y vino para calmar su sed

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Llevaron el féretro de Miguel de Cervantes a hombros, con la cara descubierta y vestido con un sayal franciscano desde su casa en la calle León de Madrid hasta la parroquia de San Sebastián, en Atocha. Allí se celebró el funeral el 23 de abril de 1616, un día después de su muerte. Y desde esta iglesia trasladaron sus restos al monasterio de las Trinitarias.

A juicio de Luis Astrana, autor de una monumental biografía en siete tomos sobre Cervantes finalizada en 1958, Etxeberria apunta bien. Los restos del autor del Quijote «no han sido removidos, no sólo del convento, ni siquiera del sitio en que fueron enterrados sin lápida ni señal que lo marcase. Más vale que duerman en paz, modestamente ignorados, que no en soberbio sepulcro de mármoles, oros y bronces, propicio a su profanación», escribió este erudito, cuya vida transcurrió entre bibliotecas y la tertulia del Café Gijón.

No obstante, Astrana no pudo prever que la ciencia evolucionaría tanto como para no dejar en paz a ningún muerto importante. Eso sí, trazó con maestría las últimas horas del genio, que murió de diabetes cuando la enfermedad aún no estaba diagnosticada, y al que recetaron vino de La Mancha para atenuar una sed imposible de calmar.

En el año de su muerte sólo conservaba seis dientes, tenía la columna vertebral combada y acusaba los impactos en el esternón de los pelotazos de plomo de arcabuz recibidos en la batalla de Lepanto en 1571. Son estas huellas las que buscaron los expertos para identificar los restos, y los que le impedían salir del Barrio de las Letras, también llamado de las Musas porque en él llegaron a vivir Lope de Vega y Quevedo.

En ese año terminaba «Los trabajos de Persiles y Segismunda», novela de estilo desnudo y aire melancólico, que acabó en marzo de 1616 y que no llegó a ver publicada. Como su enfermedad pareció remitir por esas fechas, su médico le aconsejó que se marchara a Esquivias, el pueblo de su mujer, para que aprovechara el contacto con el campo, los buenos alimentos y el mejor vino, remedios que le resultaron fatales.

Regocijo de las musas

Una semana después hizo el camino de vuelta, «con tantas señales de muerto como de vivo», relata Astrana. En el trayecto se encontró con un estudiante, según cuenta el propio Cervantes en el prólogo de «Persiles». Cuando le reconoció, el joven exclamó: «¡Sí, sí; este es Manco sano, el famoso Todo, el escritor alegre, el regocijo de las Musas!».

La respuesta de Cervantes no tiene desperdicio. «Ése es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes. Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las Musas, ni ninguna de las demás baratijas que ha dicho. Vuesa merced vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino».

El escritor continúa expresando sus sentimientos sobre la cercanía de la muerte. Después de una vida de guerras, cautiverios, cárceles e incomprensiones, quería dejar el mundo sin amargura. Tenía poco que agradecer y, sin embargo, quería expresar su consideración a todos los que en algún momento le habían echado una mano, a los que le habían favorecido sin haberlo solicitado.

Primero, al arzobispo Sandoval y Rojas, el conde de Lemos, Pedro Fernández de Castro y Andrade, mecenas del Siglo de Oro que tuvo a su servicio a Lope de Vega y que, además de al propio Cervantes, también apoyó a Luis de Góngora.

También se acordó de la Orden de los Trinitarios, que le redimió de su encarcelamiento en Argel. Tras varios intentos de fuga, el fraile de Arévalo (Ávila) Juan Gil llegó a aquella plaza morisca con 300 escudos para comprar su libertad. Le faltaban 200, que recolectó entre los mercaderes cristianos.

Cervantes hizo testamento, pero nadie lo ha encontrado todavía. No tenía apenas posesiones que dejarle a su mujer, Catalina de Salazar, que en teoría está enterrada junto a él, en el mismo convento de las Trinitarias en el que han buscado los forenses. Sólo pidió dos misas por su alma. «Llórele la Tierra, hónrele la Patria, gócenle en los Cielos», sentencia Astrana, con una épica muy alejada del gusto cervantino.

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