Carteles de no a la política en la vallas que rodearon el Congreso el 27 de septiembre. :: DOMINIQUE FAGET / AFP
ESPAÑA

LA DEMOCRACIA, EN HORAS BAJAS

Los españoles nunca han tenido mucho interés por la política, pero ahora ocho de cada diez la ven como algo negativoLa creciente desafección hacia la política y la crisis económica han alimentado el descontento con el régimen de libertades

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

La política y los políticos nunca han tenido buen cartel en España. La democracia, por el contrario, siempre ha estado en el pedestal de los más altos valores. Hasta ahora. El último estudio del CIS reveló que casi siete de cada diez ciudadanos están insatisfechos con esta forma de gobierno. Es la primera vez en los 35 años transcurridos desde el final de la dictadura que los españoles se quejan del régimen de libertades. Una protesta que es hija de un cúmulo de circunstancias: la creciente desafección hacia la política, la falta de fe en los líderes, la agudización de la crisis económica, el incremento galopante del paro y, como coinciden en apreciar sociólogos y expertos, la paulatina desmoralización de una sociedad ante un futuro que se vislumbra más que sombrío para ella y sus hijos.

Hace siete años la mitad larga de los ciudadanos, el 55%, se sentía satisfecho con el funcionamiento de la democracia en España y el 82% decía que no había mejor sistema, pero el estudio del CIS de este octubre constató una caída espectacular, menos de un tercio de los consultados dieron su aval al régimen democrático y bajó al 77% los que decían que no había mejor fórmula de gobierno. El politólogo y catedrático de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid, Fernando Vallespín, alerta de que este dato implica «una pérdida de legitimidad» del sistema preocupante.

Un diagnóstico que cobra más relevancia si se tiene en cuenta que en los ochenta y noventa, con una intentona golpista, una brutal escalada terrorista y sucesivas crisis económicas, la democracia española mantuvo «altos grados de legitimidad» que le hicieron «inmune» al alto grado de desafección hacia la política, según recogen en un estudio José Ramón Montero, también catedrático de Ciencia Política de la Autónoma de Madrid, y Richard Gunther, de la Ohio State University.

El descrédito de la democracia de estos últimos años se explica, en parte, por la incorporación de nuevas generaciones que no han conocido otro sistema de gobierno y carecen por tanto de otro elemento de comparación. Pero sobre todo por el profundo deterioro, a ojos de la opinión pública, de políticos y partidos, un sentimiento que, macerado en la mayor crisis económica de las últimas décadas, ha desembocado en la puesta en solfa de lo que se creía más sagrado, la democracia.

Del bar a la sociología

Una opinión que, de todos modos, es más fruto del pesimismo y de la irritación del momento que del desacuerdo con el régimen de libertades, a juicio de dirigentes políticos deseosos de quitar hierro a la situación. «Es como si el disgusto con una parte de un edificio te lleva a quere tirar todo el inmueble», comenta un influyente diputado socialista. «No hay que confundir la parte con el todo», apostilla un compañero de escaño del PP. Los políticos, pese a las disculpas, saben del desdoro de su imagen. Su aparición como tercer problema de los ciudadanos pareció en un primer momento un fenómeno ocasional, pero ahí siguen varios meses después y en alza. Las promesas quebrantadas, las expectativas creadas e incumplidas, el lenguaje poco claro, la incapacidad para resolver los problemas de los ciudadanos, la imagen de ociosidad y buenos sueldos, y la ausencia de liderazgos -el presidente y el jefe de la oposición cosechan suspenso tras suspenso en valoración ciudadana- contribuyen a alimentar esa impresión negativa.

En el último barómetro del CIS comentarios que antes no pasaban de ser chascarrillos de taberna pasaron a ser categorías sociológicas. Ante la pregunta de cuál es el principal problema al que el Gobierno dedica más atención, más del 11% dice que a «sus intereses» y a «ganar dinero, a robar»; mientras que el 12% responde que el Ejecutivo pone sus mayores empeños para «los bancos» y «los poderosos y los empresarios».

La desafección hacia la política no es ninguna novedad en España ni antes ni ahora, el dato relevante es la profundidad del distanciamiento. En los momentos de más ebullición política, allá por la transición, apenas el 39% declaraba tener interés en la vida política. Desde aquel 1978, la línea sufre una clara tendencia declinante con algún pico de interés en los cambios de gobierno de 1982, 1996 y 2004. Siempre ha despertado más sentimientos negativos que positivos en los ciudadanos, pero el desequilibrio actual es abrumador. En 1989 el 24,6% de los consultados por el CIS decía tener una buena predisposición hacia la política y el 77,9%, mala. Una ratio de 2,7. Pero en octubre de este año los que albergaban sentimientos positivos eran el 13,6% y los de los sentimientos negativos, el 84,4%. Una ratio de 6,2, casi el triple que hace 23 años.

La desafección se entiende, según define el doctor en Ciencia Política Mariano Torcal, como «el sentimiento subjetivo de ineficacia, cinismo y falta de confianza en el proceso político, políticos e instituciones democráticas, que generan distanciamiento, pero sin cuestionar la legitimidad del régimen». Un enunciado que se tambalea porque el sistema también está en cuestión desde el momento en que siete de cada diez personas se quejan de su funcionamiento.

Las fuerzas políticas pese a ser en su mayoría conscientes de la situación exhiben una cintura de hormigón armado. El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, no está cómodo en este debate porque cada vez que ha sido preguntado por el asunto niega que exista una desafección hacia la política; la hay, dice, hacia «los malos políticos». El secretario general del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba constata, en cambio, que existe «muchísima desafección política» por muchas razones y acepta que ahora no es la menor que ni su partido ni el PP han sabido derrotar a la crisis. El líder opositor opta por la manida receta de «abrir» los partidos a los ciudadanos, un remedio que a día de hoy es nada. El exministro socialista Jordi Sevilla, despojado de la mochila del escaparate político, sostiene que el problema radica en que los partidos han antepuesto «sus intereses electorales al bienestar del país» y el resultado es que «no resuelven los problemas» del ciudadano.

Lo más grave de todo quizá sea que el alejamiento, lejos de menguar, crece. El movimiento 15M convirtió el 'No nos representan' en la consigna estrella de sus concentraciones y manifestaciones. Quince meses después, para la plataforma 25S, la que rodeó el Congreso, el problema no era de representación, era 'Todos fuera'.