Tribuna

El laberinto

ESCRITOR Actualizado: Guardar
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Noche de invierno. Noche oscura como boca de lobo. Rotonda de la Rana Verde. Chiclana. Me iba acercando con justificada inquietud hasta ese temible enclave. Ya durante la temporada estival a algún mandamás edilicio se le ocurrió que los meses de mayor afluencia turística eran los más apropiados para comenzar una obra. Una obra que convirtió a ese lugar en un atasco permanente. Un marasmo de obreros, carretillas, camiones y maquinaria pesada. A veces, entre la neblina del polvo, cobraba forma la aparición espectral de un operario que, banderola en mano, trataba de poner cierto orden en aquel caos subsahariano. Sin duda algo terriblemente atractivo para quienes eligieran La Barrosa como su destino de descanso estival.

Me acercaba hasta allí con la esperanza de que cuatro meses hubiesen sido suficientes para concluir la maldita remodelación, como se dice ahora. Cuando por fin llegué me encontré la vía completamente cortada. Con su flecha blanca un disco borracho me indicaba la dirección alternativa que debía seguir si quería llegar a mi destino. El camino señalado me obligaba a internarme en una de esas urbanizaciones que han nacido al socaire del crecimiento acelerado, el reparto voraz del pastel inmobiliario y la desidia de la administración municipal. Un auténtico laberinto de callejuelas de barro sin más iluminación que la de los chalets que se protegen de las amenazas de la noche con sus recios muros de piedra.

A quien colocara la primera flecha indicadora se le pasó por alto clavetear algunas más en las esquinas de las diferentes bifurcaciones, para ayuda de quienes no poseemos un plano mental de aquel Dédalo urbanoide. Tras los primeros diez minutos dando tumbos allí dentro, internándome por callejuelas de la misma anchura que mi vehículo, y después de haberme tenido que volver sobre mis pasos varias veces al llegar al final de negros callejones sin salida, me di cuenta de que me iba a resultar muy difícil no ya encontrar el enlace con la carretera principal, sino el simple hecho de escapar de aquella maraña.

Por suerte todos los Teseos encuentran a su Ariadna. La mía fue una compasiva señora que me informó de la terrible suerte que esperaba a quienes se adentraban allí sin un previo conocimiento del terreno. Después se prestó a guiarme hasta la salida, pegado a la estela de su coche a través de un infierno de carriles anegados y socavones de vértigo. Cuando por fin me encontré otra vez sobre la firmeza del asfalto en un paisaje conocido pensé que ya nada podría detenerme. No sé cómo había llegado al Novo.

Gracias a esa providencia hija de numerosas mitologías, creía haberme librado por fin de las perversas intenciones del Minos municipal, o cuando no de su demostrada ineptitud. Me dirigía a la segunda pista de La Barrosa. Nada más fácil que seguir el camino mil veces recorrido. Para mi desgracia me encontré también cortada la rotonda a la altura del Pinar Público. ¿Había dejado el ángel custodio de las señales de tráfico la que indicaba un trayecto alternativo a quienes no han transitado nunca por allí? No. Tenías que enfrentarte con aquello como si hubieras llegado al fin del mundo y no te quedase más remedio que volver. En un desesperado intento de alcanzar mi meta, quizás más que nada por amor propio o alentado por la rabia, pensé en virar hacia aquella otra rotonda donde reina una enorme mosca de hierro, pero ahí descubrí que esa dirección está ahora reservada en exclusiva para los residentes. Derrotado emprendí el camino de regreso hacia mi casa.

En todo ese trayecto no paré de elucubrar acerca del concreto lugar en donde se encontraría en esos precisos momentos el máximo responsable de aquellos desaguisados. ¿En la intimidad de su hogar preparando la cena o el baño a los niños? ¿Departiendo con los amigos en la barra de un bar tras otro agotador día de trabajo? ¿Sumido en una sórdida oficina de la administración municipal, ideando nuevos atentados contra los indefensos conductores?

A nadie se le escapa que la vitalidad turística de Chiclana es uno de los principales motores económicos de esta provincia nuestra que se hunde lentamente en el paro y la pobreza. Pero, dejando a un lado la respetable actividad hotelera y el orden de las urbanizaciones debidamente reglamentadas, Chiclana es un portentoso ejemplo de gestión turística al borde de la chapuza. Que cierta parte del sector privado no tenga inconveniente en matar a la gallina de los huevos de oro se podría llegar a comprender. Pero que desde el propio Ayuntamiento no se ponga el máximo celo en no complicarle gratuitamente la existencia al visitante es algo que clama al cielo. ¿Para qué invertir millonadas en autovías que permitan la llegada de miles de personas si después se les estrangula su gozo en cualquier rotonda de mala muerte?