Opinion

Propiedad o cultura

Los cambios tecnológicos modifican los hábitos culturales

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Piratería o libre acceso? ¿Proteger la propiedad intelectual o la cultura? ¿Defender los puestos de trabajo del sector o, como se lee en una campaña del Ministerio de Cultura, el derecho de los autores «a ganar dinero, triunfar y tener una carrera exitosa, como ocurre en cualquier sector profesional»? Lo que dicen las discográficas es que para lanzar a un nuevo artista es necesario invertir más de 700.000 euros, y más de 3 millones para financiar el trabajo de un autor consagrado. Esta labor de mecenazgo tiene que ser económicamente viable y, por eso, no queda más remedio que fabricar y colocar mucha música basura. Y, sobre todo, es necesario defenderse de los «piratas» que consumen y no pagan. Este argumento es falaz, parte de premisas falsas. Supone que sin industria no hay cultura y, además, que proteger a la industria equivale a promover la cultura. Pero no es así. Walter Benjamin, explicó hace tiempo cómo cambiaron las pautas de producción cultural a lo largo del siglo XIX, en la época de la «reproducibilidad técnica». Un siglo más tarde nos enfrentamos a una nueva mutación histórica, que desmiente el argumento de las discográficas. Superada la etapa de la reproducción y distribución industrial entramos en la edad de la difusión universal e inmediata de cualquier contenido cultural, sin costes ni beneficios.

En la nueva situación cabe preguntar si lo que necesitamos es defender la oferta o, por el contrario, mejorar la calidad de la demanda, la experiencia musical de los ciudadanos. La defensa de la cultura pasa hoy por bajar el volumen de la música prefabricada, del ruido de fondo que llena cualquier minuto de nuestras vidas, por el móvil o por donde sea, y nos roba el tiempo para la conversación y el silencio.

Está en juego una opción básica de política cultural. Podemos apostar por recuperar la cultura musical, o podemos no hacerlo. Pero si apostamos por la cultura, entonces habremos de dar la bienvenida a un cambio en los hábitos culturales como el que se está produciendo. No lamentaremos el fin de las promociones millonarias, y la reconversión de la industria del entretenimiento, porque eso quizá nos permita recuperar el espacio de la música producida en casa, hecha con nuestras manos. Necesitamos rebajar la presión comercial en la formación -o, mejor dicho, en la deformación- del gusto musical, y recuperar la soberanía del ciudadano, del sujeto que disfruta de la música, sin usarla ni consumirla.

Con todo, seguirá habiendo un espacio para la música de relleno, en los supermercados o en las peluquerías. Es obvio que hacer negocio con esa mercancía es legítimo. Pero que no intenten convencernos de que eso tiene que ver con la defensa de la cultura.