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Eliminar palabras

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El pasado mes de febrero se cumplió el tricentenario de la creación de la Real Academia Española. A imagen y semejanza de la Academia Francesa, el ilustrado Don Juan Manuel Fernández Pacheco, Marqués de Villena, creó dicha institución bajo la protección del Rey Felipe V.

El principal de sus propósitos ha sido el de «fijar las voces y vocablos de la lengua castellana en su mayor propiedad, elegancia y pureza». A su amparo se han constituido 22 academias de lengua española a lo largo del mundo, desde Filipinas hasta Estados Unidos, con un único lema ‘Una estirpe, una lengua, un destino’.

De siempre, el objetivo fundamental ha sido el de sumar vocablos, términos o acepciones que enriquezcan la lengua cervantina. Mirando a los cinco continentes se han incorporado voces que, con el devenir, se han ido introduciendo en nuestro acervo cultural y cotidiano. Es una Institución que, a pesar de su rancio abolengo, ha estado abierta a las novedades más reformadoras, siempre que incorporen riqueza y frescura a nuestra lengua. No existen antecedentes de eliminación de palabras por el desusos o porque hayan caído en el ostracismo.

Dimitir, verbo intransitivo de la tercera conjugación, que significa «renunciar o hacer dejación de algo», es tan inhabitual, tan raro, que por su desuso bien podría ser eliminado del diccionario de la Real Academia de la Lengua.

Se dimite en todos los idiomas, menos en los de habla latina. Se dimite en inglés, resing; se dimite en francés, demissioonner; en alemán, zurücktreten; en polaco, rezygnowac; incluso en húngaro, lemond; en checo o rumano, pero ni en italiano, ni mucho menos en español, y por extensión en vasco, catalán, gallego o valenciano.

Por copiar unos párrafos de una tesis doctoral, por plagiar un artículo científico, por suplantar un nombre o por no hacer las preceptivas referencias bibliográficas han dimitido ministros alemanes. Cometer una simple infracción de tráfico le costó la carrera al asesor personal del ministro de energía y medio ambiente del Reino Unido, con una frenética proyección política. Bastó un fin de semana en pareja, a gastos pagados en hotel de cinco estrellas, para que dimitiera el primer ministro austriaco.

El famoso caso Watergate, en 1972, limitó de forma drástica las prácticas ilegales de financiación de los partidos políticos en Estados Unidos.

Han existido dimisiones express, como la del ministro alemán de Trabajo, que en 33 días asumió dejar su cartera por un ‘error’ en el que murieron civiles en la región afgana de Kunduz.

Incluso, en un Estado tan poco dado a las reformas, ni a la abdicación, como El Vaticano se ha producido la retirada de Benedicto XVI, seiscientos años después de la última renuncia papal.

Aquí eso no se estila. Nadie dimite. No importa la imputación, ni la magnitud del delito. La desfachatez supera la poca ética de nuestros representantes. Eliminemos la palabra dimitir por su desuso.