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El modelo chino

China es ya el segundo paés más rico, pero la mitad de su población malvive con menos de un euro y medio al día

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No ha salido todavía el sol y el mercurio continúa incrustado bajo cero, pero en la casa-cueva de Feng Jieng ya suena el zafarrancho matutino. No hacen falta despertadores, porque los gallos nunca fallan. La naturaleza dicta aquí el horario: «Hay que dar de comer a los animales, ordeñar las vacas, y preparar al chaval para que vaya a la escuela», enumera este hombre que roza la cuarentena. Antes de salir al gélido exterior, Feng se calienta las manos en el horno de madera que sirve de calefacción central y cocina en este escueto agujero horadado en la árida montaña de Tanda, un remoto pueblo de la provincia carbonera de Shanxi, en el centro norte de China.

El pequeño Xiao Xiao tarda algo más en quitarse las legañas. Como siempre en invierno, y aunque el tradicional método para calentar la cueva es muy efectivo, el niño, de 8 años, duerme con el abrigo puesto y bajo lo que parece una tonelada de mantas. Él tiene que preparar el desayuno, una sopa de buñuelos de arroz, porque tanto su madre como su hermana viven en la ciudad de Linfen, a unos cien kilómetros de distancia. Gracias a los ingresos de las mujeres, empleadas en un pequeño taller textil, la cueva de los Feng es una de las más coquetas del pueblo.

Ellos disfrutan de una renta familiar que supera los 120 euros mensuales, mientras que el resto de vecinos de Tanda tiene que conformarse con unos 300 euros al año: 150 euros menos que la media de los agricultores chinos, cuyo número se estima en unos 700 millones (21,5 millones viven en la ‘pobreza absoluta’), y más de 2.000 euros por debajo de la renta media nacional. La inflación desbocada que el mes pasado alcanzó el 4,9% (un 10,3% en el caso de los alimentos), y la climatología adversa que afecta a las cosechas hacen que la vida sea cada vez más dura. «Solo espero que mis hijas puedan salir pronto de aquí», reconoce una vecina.

Es posible que ellos todavía no lo sepan, porque en Tanda las series románticas tienen mucho más tirón que el telediario, pero los lugareños de este pintoresco pueblo situado a 2.100 metros de altura pertenecen ya a la segunda potencia económica del planeta. Lo mismo que los policías que se presentan en Tanda para tratar de expulsar a este periodista de la cueva en la que ha sido acogido. «Siempre queréis dañar la imagen de China mostrando la pobreza», critica uno de los agentes. Y los dirigentes del Partido Comunista no quieren que nadie les agüe la fiesta.

Solo faltaba la confirmación de Japón, que llegó el lunes, para la proclamación oficial. El país del Sol Naciente ha dicho adiós a la medalla de plata del ranking mundial después de haber generado 4,2 billones de euros, 300.000 millones menos que la riqueza producida por China en 2010 gracias al espectacular crecimiento del 10,3%. No obstante, este dato, poco celebrado entre los 1.400 millones de habitantes del país de Mao, deja en la sombra otro que mide las crecientes desigualdades sociales: el coeficiente gini continúa su avance. Pero, ahora, la batalla es por el oro del PIB. Según diferentes pronósticos realizados por bancos y organizaciones mundiales, el relevo de Estados Unidos en la cumbre podría darse entre 2025 y 2030.

Si lo logra, China tendrá mucho que agradecer a gente como Tao Shufang. Esta mujer de 33 años no tiene ni idea de macroeconomía, pero es la mano de obra que ha permitido el milagro económico chino. Ella se levanta un poco más tarde que Feng Jieng, y sí que necesita un despertador para saltar de la cama a las siete. Aunque nació a solo 150 kilómetros de Tanda, hace diez años que abandonó el humo negro de Shanxi para sumergirse en el plomizo gris industrial de Zhejiang, uno de los motores manufactureros de la costa este del país.

Tao y sus cinco compañeras de cuarto son un buen ejemplo de los 300 millones de emigrantes rurales que se estima que trabajan en las ciudades más prósperas de China. Dejaron el campo en busca de un futuro mejor, y lo encontraron. Claro que no sin dejarse la piel en ello. A las ocho menos un minuto, Tao ficha con su tarjeta electromagnética y corre a sentarse en el taburete sobre el que cose cientos de peluches al día. Retrasarse dos minutos podría costarle una dura multa. No hay tiempo que perder. Por sus manos pasan los mejores amigos de niños de todo el mundo, criaturas de tela que serán abrazadas con fuerza en cinco continentes.

A ella apenas le quedan fuerzas para abrazar la almohada cuando acaba su turno, hacia las 10 de la noche si no hay pedidos urgentes. «Si no, podemos estar trabajando hasta el día siguiente», reconoce. La suya es una vida de privación: tuvo que renunciar a la educación secundaria para que los escasos recursos familiares fueran a parar a su hermano menor; no encontrará pareja fácilmente porque rara vez tiene tiempo para salir a dar una vuelta por Yiwu, la ciudad en la que está ubicada la fábrica; solo puede visitar a su familia durante el Año Nuevo chino, «y no siempre»; y tampoco puede disfrutar de los 200 euros mensuales que se embolsa de media, «siempre que haya muchas horas extra», porque casi la mitad va a parar directamente a la cuenta corriente de sus padres. «Es mi deber como hija», asegura tajante fuera de la fábrica, ya que el gerente no ha permitido que fuese entrevistada en horas de trabajo.

‘Pequeños emperadores’

Hu Yuan se despereza cuando Tao lleva ya dos horas cosiendo ositos. Lo hace sin prisa, como si las sábanas de seda la tuviesen secuestrada. En Nanjing el termómetro coquetea con el cero, pero dentro de los apartamentos Fraser, cuyo alquiler ronda los 1.400 euros al mes, la temperatura se mantiene constante todo el año: 23 grados. A Hu la despierta el olor del café que ha preparado su padre, propietario de una pequeña empresa de servicios financieros: maneja el dinero de alguno de los nuevos millonarios, que suman ya medio millón, y se lleva un buen pellizco.

Hu Yuan, de 23 años, es una de los cien millones de hijos únicos, parte de la generación de los ‘pequeños emperadores’ y del grupo de consumidores con creciente poder adquisitivo, cifrado en unos 500 millones, que hace las delicias de multinacionales de todos los sectores. No en vano, el neoliberalismo campa a sus anchas y pronto convertirá a China en el principal mercado para los productos de lujo.

La mujer de la limpieza, otra emigrante rural, saluda a la joven con respeto. Hu debería estar buscando trabajo, pero prefiere echarle una mano a su padre y hacer sus pinitos en el mundo de la moda. De momento solo ha posado para algunos comercios online y revistas de segundo nivel, pero no necesita más para hacerse con el último iPhone, ir a las discotecas de moda de Nanjing, y darse el placer de hacer ‘shopping’ en los inmensos centros comerciales de la capital de la provincia de Jiangsu, 200 kilómetros al oeste de Shanghai. Todavía no lo ha hecho, pero ya está pensando en sumarse a los cincuenta millones de chinos que viajarán al extranjero este año. No para emigrar y abrir un ‘todo a cien’, sino para convertirse en la esperanza de la industria turística.

Velas y discotecas

La noche se abate sobre Tanda con violencia. Llega pronto, sin avisar, y deja al pueblo sumido en una oscuridad que rompen con timidez nostálgicas velas y pequeñas bombillas de bajo consumo. Los televisores regurgitan en las cuevas las baladas pegajosas de concursos tipo ‘OT’ y las lágrimas de cocodrilo de seriales interminables. Son las seis de la tarde y ya es hora de recogerse. Feng calienta algo de agua en un balde para que él y su hijo puedan lavarse. «A partir de la primavera ya nos podemos bañar en el río», lamenta. A las nueve de la noche los párpados de Xiao Xiao pierden la batalla.

A esa hora, Tao puede estar cosiendo sus últimos peluches. Aunque la ciudad de Yiwu se vanagloria de infraestructuras impecables, a ella también le toca recoger un barreño de agua caliente para poder ducharse con un cazo en el exiguo baño del dormitorio. Luego le toca lavar la ropa. Para finalizar el día escoge una revista del corazón. No siente envidia por las glamurosas cantantes y actrices que llenan el papel cuché. Ni siquiera sueña con convertirse en una de ellas. «Nuestro país mejora, nuestra calidad de vida es muy superior a la de nuestros padres, que sufrieron la Revolución Cultural, y seguiremos avanzando». La suya es una esperanza compartida por la inmensa mayoría de la población china, y la base de la estabilidad social del país.

En Nanjing, Hu Yuan se maquilla para salir. Un famoso DJ chino ‘pincha’ en un club de la zona conocida como 1912. Los cinco euros de la entrada son suficiente garantía de que la ‘gente guapa’ llene la pista de baile. En las mesas que la rodean fluye al ritmo de los dados el Chivas de 12 años mezclado con refresco de té verde. En los reservados, el whisky envejece y las botellas tienen nombre propio. La cara de Mao, impresa en los billetes rojos de cien yuanes, cambia de manos a toda velocidad. Nunca antes un icono del comunismo había servido con tal eficiencia al neoliberalismo más radical. Pero ya se sabe que el ‘comunismo de características chinas’ está dominado por lo que en el exterior se interpretan como contradicciones. Los chinos, sin embargo, lo tienen muy claro. Van a dominar el mundo, y punto.