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Cádiz importa talento

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Sus padres le decían: «Uta, tú no eres normal». Y ella pensaba lo mismo de ellos. «¿Quién era el raro?», se pregunta. «Yo tenía claras algunas cosas: que no quería dedicarme a ninguna profesión aburrida, de esas que te van matando lentamente si no sientes el pellizquito de la vocación; que quería viajar, conocer gente, acumular experiencias; que quería pintar. Así que actué en consecuencia para procurarme mi propia felicidad. ¿Es tan extraño? Lo raro hubiera sido hacer lo contrario, quedarme quieta, dejarme llevar». En cuanto encarriló sus estudios de Diseño y Bellas Artes en su Friburgo natal («es una ciudad preciosa, en serio»), esta pálida inconformista, harta de lidiar con la incomprensión de los suyos, hizo el petate y se largó. «No es para tanto», bromea. Depende de cómo se mire. Tenía 21 años.

Uta traslada la misma claridad de ideas y el mismo descaro a cada lienzo. Un trazo firme, largo y veloz, y el blanco se llena del revuelo de un traje de gitana, del perfil inconfundible de un torero o del sereno galope de un caballo. Pero no levanta el lápiz si antes no ha visto el motivo: «Con la vida es igual». Primero tienes que visualizar tu destino, opina. Y luego perseguirlo. Así que en 1992, con su equipaje cargado de propósitos irrenunciables, salió a buscar su lugar en el mundo. Hasta 1999 estuvo rodando por el norte de Italia, Zurich, Ámsterdam, Nueva York, Carolina del Norte, Alsacia y la Costa del Sol. Entonces decidió que su sitio está en Andalucía, pero no en «esa Andalucía del litoral destrozado, saturado de hoteles y construcciones», sino en otra «Andalucía mucho más virgen, más tranquila». En 2002 andaba todavía explorando el territorio cuando descubrió Sanlúcar. Ahora, dice, no piensa marcharse nunca. ¿Para qué?, se pregunta retóricamente: «Aquí lo tengo todo».

Cádiz exporta talento. Lo dicen en la tele y en las letrillas del Carnaval. Pero también lo importa. La clave del atractivo que la provincia ejerce sobre una legión completa de artistas extranjeros que vive y trabaja por estos lares la tiene Dieto Derich, pintor alemán nacido en Dusseldorf y afincado en Conil desde hace 10 años: «Cuando pasé por Cádiz en 1989 me encandiló el paisaje y la luz, claro, pero no me quedé por eso: me quedé porque aquí todavía jugaban los niños en la calle». No es ninguna «tontería sentimental». «Seguro que en otros sitios hay más centros comerciales, más infraestructuras, más trabajo: pero en este rincón de Europa se vive relativamente bien, la gente tiene tendencia a ser feliz. Si ves que en un pueblo hay niños jugando en la calle, tienes que darle a ese pueblo, por lo menos, una oportunidad».

El militar escultor

Dieto comenzó a destacar a principio de los ochenta en su Alemania natal. La crítica elogió su peculiar estilo, mezcla de Jugendstil y Artdecó. Su carrera cogió vuelo y expuso en las principales galerías de París. Después, dio el salto a los EE UU. Pero por su cabeza siempre rondó la idea de volver a Conil, el lugar en el que, inconscientemente, ya había decidido instalarse. «El único problema que tiene este país (aunque creo que es un síndrome compartido con otros tantos y tantos países del mundo), es que la mayoría de los políticos pasan de la cultura. No es que todos sean incultos, que también los hay, sino que son acultos. Faltan medios, ayudas, espacios expositivos, y para ellos es una cuestión menor. Se hacen los sordos. Así que el artista tiene que moverse mucho para dar a conocer tu trabajo. Lo que ocurre es que el carácter de la gente lo compensa todo».

Sylvain Marc (Commercy, 1948) cambió de un plumazo los bártulos militares por los útiles de escultura. En 1973 era un joven soldado profesional del ejército francés, pero un regimiento completo de inquietudes creativas se empeñaba en hacerle la guerra justo ahí, en mitad de la tripa, ignorando su uniforme, y Sylvain comenzó a aceptar por entonces que acabaría rindiendo al arte su bandera. El empujón definitivo se lo dio una mujer.

Iba camino de Marruecos, ese verano juvenil, con un grupo de amigos, a enfilar unas largas vacaciones. Pero alguien decidió que no había prisa y optaron por hacer parada y fonda en Torre Guadiaro. Buscaron una discoteca. «Entramos allí a lo loco, por reírnos un rato, y resulta que cuando salí ya estaba enamorado». Apenas hablaba español, pero lo dejó todo (incluyendo un futuro de gris de madrugadas, maniobras y condecoraciones) y se matriculó en la Escuela de Artes y Oficios de Algeciras.

Hoy, 35 años después, casado y con tres hijos, está considerado «una auténtica referencia de la escultura contemporánea» por críticos del prestigio de Fernando Martín. Otro especialista de renombre, Bernardo Palomo, define su obra como «el gran libro abierto de la escultura del siglo XX». Su trayectoria, de proyección internacional, lo acredita como una de las grandes firmas de las que puede presumir el Campo de Gibraltar.

Un polaco en El Gastor

La lista podría continuar con la japonesa Erika Saito, que pasó tres meses en Grazalema en 2005 y desde entonces vive a caballo entre Cádiz y Tokio; o con el polaco Filip Gregorowecz, un singular vecino de El Gastor; o con José Hidalgo y Mayra Altízar, que forman parte de la creciente comunidad de artistas cubanos en Cádiz, junto con Ajubel o Tony Carbonell.

Saito, que ha logrado algunos de los premios más relevantes para jóvenes artistas en Japón, apuesta desde la Sierra por pinturas, instalaciones y vídeos que coquetean con la abstracción y apuestan por el concepto. «Lo mejor de trabajar en Cádiz es que la gente sonríe; lo peor, el idioma. El español se me resiste y a veces me siento aislada», explica. Eso es precisamente lo que busca Filip Gregorowecz en El Gastor: «Me gusta el silencio, la naturaleza, la luz. Es el lugar perfecto, salvo por mis dificultades con el castellano». Sólo corregiría una cosa: «Tengo poca vida alternativa», dice. Acaba de inaugurar en Ronda una curiosa exposición en la que muestra sus «caóticos trabajos» en los que utiliza estilos y materiales muy diferentes. El resultado: una singular combinación de piezas que van de lo dramático a lo humorístico.

El alemán y la Virgen

El de Maximiliam Pfalzgraf (Maxi para sus amigos de Tarifa) es caso aparte. Vino a la aventura en 1986, desde Berlín, con su pareja de entonces. Le gustó el lugar, pero tardó en aceptarlo como «el definitivo». Probó cuatro años en Canarias. Después regresó a Cádiz y restauró una casa antigua en El Cuarterón, donde instaló su taller y comenzó a experimentar con la madera. Su novia decidió regresar a Alemania, pero él se empeñó en fiarse de su instinto. La jugada le salió redonda. No sólo como pintor, sino también como imaginero. «Soy el único alemán que ha firmado en España dos tallas de Semana Santa: el Cristo de la Caña y El Nazareno, ambas de San Roque», sonríe, orgulloso. Sé que puede parecer exótico, pero me siento muy satisfecho de mis tallas, y los cofrades se quedaron encantados con el trabajo». Para colmo, en 2001 fue a Madrid, «a la boda de una amiga», y conoció a Isabel, con la que se casó en 2002. «Para mí que ya me tenían la novia buscada», bromea.

Con ella ha montado un hotel que funciona, además, como galería. La Silos Gallery aprovecha la singularidad del interior de un granero del siglo XVI, situado en pleno casco histórico de Tarifa, para mostrar sus creaciones «y la de otros muchos artistas locales y foráneos».

Los grandes ventanales del chalé de Uta Geub dan a Doñana. Pronto concluirá otro encargo: un mural enorme para el Instituto Andaluz de Tecnología. Está contenta. No hace mucho estuvo de mostos en Trebujena. Saldrá a tomar una tapa («puedo contar con los dedos de una mano las veces que me he sentado en una mesa a comer desde que estoy en Andalucía»), y luego dará un largo paseo por la playa de La Jara. Entremedias, arreglará algún asuntillo por el centro. «Me chifla sentarme en una terraza y observar a la gente de aquí, su forma tan particular de hacer las cosas, que a veces parecen propias del realismo mágico. Ayer mismo vi a una familia de cuatro miembros montarse en la misma moto. ¿A que es increíble?», dice, con una sonrisa de oreja a oreja. Sí, definitivamente Uta es una mujer feliz.