Editorial

Cargos de compromiso

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L a designación por parte de los Veintisiete del primer ministro belga, Herman Van Rompuy, como el primer presidente permanente de la nueva UE emanada del Tratado de Lisboa y de la actual comisaria de Comercio, la británica Catherine Ashton, como Alta Representante en política exterior y de seguridad refleja, probablemente, el punto realista de acuerdo al que podían llegar los gobiernos y las dos grandes corrientes ideológicas de la Unión. Se ha optado por combinar un conservador y una laborista, un hombre y una mujer, un representante de uno de los países pequeños y una que pertenece a uno de los grandes, cuna, además, del euroescepticismo. Pero por encima de los permanentes equilibrios a los que se ve sujeta la acción comunitaria, los que ha prevalecido ha sido la voluntad de los gobiernos nacionales, y singularmente de los más poderosos, de optar por candidatos que no estén en condiciones de hacer sombra, por lo menos de partida, a sus propios líderes. La desalentadora conclusión tanto de cómo se han desarrollado las negociaciones, como del discreto perfil escogido para cubrir los dos nuevos altos cargos, es que los promotores de un Tratado tan trabajoso como ha acabado siendo el de Lisboa renuncien a la ambición que éste preconizaba. Al objetivo de inaugurar una nueva etapa en la historia de la UE, más eficaz e influyente a través de un liderazgo interno y de una representación exterior que fortaleciese la posición de Europa, reconduciendo hacia la cohesión las dinámicas más nacionalistas suscitadas con la ampliación y tratando de jugar un papel cada vez más activo en la cambiante esfera internacional. Tras cuatro años consumidos en debates sobre el reparto de puestos, los pesos y contrapesos de poder y los procedimientos, los desafíos a los que se enfrenta la Unión requerían algo más que una solución de compromiso como la que se perfila tras la elección de Van Rompuy y de Ashton, aunque resulte positivo en sí mismo que las negociaciones no se hayan dilatado por más tiempo.