opinión

La Gallina sin cabeza

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Una gallina sin cabeza debe sentirse prácticamente como yo, que desde el martes estoy sin teléfono móvil. Se me ha perdido. Resulta inexplicable, pero revelador de la locura en que se ha convertido la vida en general. Que tu mano derecha no sepa lo que hace la izquierda, decía la Biblia ¿no? Pues así andamos: pasamos a la tarea siguiente sin haber teminado la que tenemos encima, sentimos que las balas pasan silbando alrededor y que sólo logramos atisbar un pequeño ángulo del paisaje, como quien mira al campo por el agujero de una valla. De modo que en algún momento del día, entre que salía de comer y llegaba al periódico, el artilugio se me quedó atrás. Aunque he vuelto sobre mis pasos y hasta he atado a San Cucufato, pobre, el dichoso móvil no aparece y como las compañías telefónicas son el peor cuento de Poe, entre que me desactivan y me activan la tarjeta he dejado al Santo Job hecho un aficionado. Aunque no sin rabia: estoy convencida de que alguien en alguna parte se dedica a martirizarme.

De este modo, a la fuerza, he podido abrir una nueva vía de investigación muy, muy empírica acerca de las nuevas formas de comunicación, la sociabilidad, las relaciones humanas, las adicciones modernas y el desarrollo de las percepciones sensoriales.

Me da la memoria –y el calendario, que es peor– para recordar que en Conil, donde pasaba las vacaciones con mis abuelos, las comunicaciones se hacían por centralita. Mi abuela llamaba a la telefonista del pueblo: «Dori (se llamaba Dori) ponme con la señorita Teresa». Y Dori contestaba, por ejemplo: «La señorita Teresa está en casa de doña Encarna, que acaba de llamar desde allí ahora mismito». Y metía la clavija en el lugar correspondiente. En una generación hemos pasado a llevar encima, en la palma de la mano, teléfono, internet, correo electrónico, gps, agenda, messenger, radio, cámara de fotos y de vídeo, equipo de música, archivos de todo tipo, juegos. Nuestra conexión con el mundo y nuestra capacidad de comunicación se ha multiplicado. Nuestros sentidos también. Algunos estudios decían, hace ya años, haber detectado un mayor desarrollo en el dedo pulgar de los jóvenes, por su frenesí en mandar sms. También se nos han desarrollado los reflejos y aguzado el oído y la vista: cuando oímos a lo lejos la musiquilla del politono reaccionamos como si nos hubiera picado una avispa, si se enciende el piloto de los mensajes tardamos un nanosegundo en abrir la carpeta. Internet puede desactivar la memoria, pero estos efectos sin duda lo compensan.

Acabo de terminar un libro fantástico, Brother, de Yu Hua (Seix Barral) que cuenta la vida de dos hermanos chinos que nacen casi en la edad media, atraviesan la revolución cultural y su increíble brutalidad y llegan al capitalismo salvaje en un plazo de apenas 40 años. La tecnología nos sitúa en un abismo de cambio similar a ese, solo que no sabemos dónde parará, al ritmo que va, y apenas vislumbramos sus consecuencias.

Por ejemplo, compruebo que su ausencia nos crea una angustia existencial desproporcionada, al mismo tiempo que un espacio de paz y libertad personal impagable, si supiéramos controlar ese síndrome. Estar fuera de cobertura por causas de fuerza mayor es un privilegio. Pero esa desconexión del mundo, de las tareas, de los afectos, la vida sin sms... resulta insoportable.

Ahora ante las vacaciones muchos sueñan con apagar el móvil, pero ¿cuántos lo harán, lo haremos?

lgonzalez@lavozdigital.es