El líder de los socialistas vascos, Patxi López, acompañado por su mujer, Begoña Gil, a su llegada al Parlamento Vasco en Vitoria, donde se celebra el pleno de investidura. / Efe
opinión

Euskadi inaugural

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Los días de vino y rosas escasean en la política vasca. Ni siquiera las satisfacciones que procuran los triunfos electorales y el ejercicio del poder, largamente en manos nacionalistas, han logrado sortear los sinsabores, el desgarro interno, de una sociedad sacudida aún por la violencia de ETA.

La jornada de hoy, la de la investidura como lehendakari de Patxi López, constituye para los socialistas vascos lo más cercano a la materialización de un sueño político, con independencia de que ellos lo hubieran imaginado seguramente de otro modo o con otros compañeros de viaje. Un sueño que recompensaría a unas siglas con un compromiso centenario en Euskadi; a la generación que compartió los gobiernos de coalición del PNV, pero siempre desde la posición subordinada que suponía no ostentar la presidencia; a la hornada de nuevos dirigentes que ha ido acumulando agravios a lo largo de los diez años de mandato de Ibarretxe.

Un sueño que supone, en lo más íntimo de la memoria socialista, la constatación de que la resistencia democrática ha vencido al terror que segó la vida a algunos de los suyos y ha amenazado la de tantos otros. Todas estas razones y algunas más, que han ido moldeando en el ánimo del PSE la firme determinación del cambio, harán del día de hoy una fecha memorable para el partido de López y, por extensión, para el conjunto de la ciudadanía vasca, se respalde o se deteste al nuevo Gobierno. Pero como los días de vino y rosas son infrecuentes en la política en Euskadi, los socialistas sólo se permitieron traslucir su euforia en la noche electoral, conscientes quizá de que la necesitaban para poder dejar claro desde ese mismo momento que no pensaban renunciar a la Lehendakaritza; conscientes también de que alcanzarla implicaba tal desafío que esa misma euforia iba a ser efímera.

Es significativo que un acontecimiento tan singular como la salida del PNV de Ajuria Enea, tras 30 años de liderazgo ininterrumpido, vaya a consumarse con tan limitada exhibición pública de emociones en estas semanas por parte de quienes van a encabezar el cambio. En el tránsito hacia la Presidencia vasca, desbrozado gracias al pacto con el PP pero trabada luego por las dificultades para cerrar el Gabinete, se han hecho más palpables la indignación de los peneuvistas y el regocijo de los populares que la alegría del PSE.

Tal vez ése sea el primer gran reto de López al frente del Ejecutivo: sacudirse esa mezcla de incredulidad, ajena y propia, que aún parece suscitar la certeza del cambio en Euskadi; sacudirse el vértigo de asumir el poder en estas condiciones, con un liderazgo en minoría y los vascos inquietándose por primera vez en años por su bienestar económico, mientras el que venía siendo su principal problema, ETA, aún sigue latente y presente.

Lo malo de los sueños es que verlos cumplidos supone darse de bruces con la realidad. La realidad exige a los socialistas demostrar que su partido es capaz de gobernar con solvencia en unas circunstancias tan adversas y de mantener una política identificable en el estrecho pasillo que le dejan el pacto con el PP y la inclemente, por ahora, oposición del PNV. Y pide al lehendakari López librarse del sambenito que no se cansa de subrayar la excentricidad que supone –para bien o para mal- que alguien con su apellido vaya a acabar gobernando Euskadi.