ANIVERSARIO

El día que el paraíso se convirtió en un infierno

La bola de fuego provocada por la mayor bomba de hidrógeno jamás lanzada alcanzó los 55.000 grados centígrados y dejó un cráter en el Atolón de Bikini de dos kilómetros de ancho por 73 metros de profundidad

MADRID Actualizado: Guardar
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La energía nuclear se había convertido en prioridad absoluta de todas las potencias a raíz del Proyecto Manhattan, desarrollado durante la Segunda Guerra Mundial por el gobierno norteamericano; y las Islas Marshall, en el Pacífico, en el escenario escogido para experimentar los efectos de las armas derivadas de aquella fuente de energía.

EEUU había escogido el atolón de Bikini por su aislamiento en el Pacífico, a 100 millas marinas de la isla más próxima, y a varias decenas de miles de kilómetros de las Hawaii. Parecía que lo tenían todo controlado, pero no iba a ser así.

Un error de cálculo hizo que la potencia de la explosión de Bravo, como se bautizó a la mayor bomba de hidrógeno detonada por EEUU, no fuera de 1 megatón, como se esperaba, sino de 17 megatones de trinitrotolueno (TNT), 1.000 veces más potente que la lanzada años atrás sobre la ciudad japonesa de Hiroshima. El cambio de los vientos, que dirigió la partículas de polvo hacia el este y no hacia el oeste, como estaba previsto, provocó una catástrofe silenciada durante años.

EEUU había dispuesto entorno a la zona cero viejos buques de la Marina cargados con animales y maniquís para observar el efecto de la explosión sobre ellos.

Reavivar el horror

La bola de fuego, de siete kilómetros de diámetro, alcanzó los 55.000 grados centígrados y dejó un cráter de dos kilómetros de ancho por 73 metros de profundidad. El hongo alcanzó los 100 kilómetros sobre el nivel del mar y causó lluvias radiactivas en Australia y Japón.

Tres horas después de la explosión comenzó a caer sobre las islas más cercanas al atolón una fina lluvia de ceniza blanca radioactiva. El Fukuyumaru, un pesquero japonés que se encontraba a 190 kilómetros del lugar con 23 personas a bordo también sufrió aquella lluvia. Otros 856 pesqueros con unos 10.000 tripulantes a bordo que estaban faenando en la zona colindante se vieron expuestos a la misma radiación. Igual que 250 habitantes de las tres islas más próximas. El suceso, del que se cumplen ahora 55 años, volvió a reavivar el horror de las bombas atómicas y de hidrógeno en todo el sudeste asiático.

El año pasado Zoe Richards, jefe de un equipo de investigación de la Universidad australiana de James Cook, descendió por primera vez hasta el mismo lugar en que se produjo la explosión. “No sabía qué esperar, quizá una especie de paisaje lunar. Pero era increíble”, dijo entonces. La vida renacía. Encontraron corales de hasta ocho metros de alto.

Aunque las zonas por encima del nivel del mar continúan contaminadas y no son aptas para la vida humana, aquel esperanzador descubrimiento mitigó la pena por la extinción de las 28 especies con que terminó el bombardeo nuclear al que se vio sometido aquel lugar del Pacífico entre 1946 y 1958.