EVITAR DISTURBIOS. Policías italianos vigilan una concentración de inmigrantes en Lampedusa el pasado sábado. / AFP
MUNDO

Alcatraz italiano

Lampedusa, principal punto de llegada de inmigrantes a Europa, ha estallado ante la idea de Berlusconi de convertir el centro de acogida en uno de reclusión

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En medio de la nada, en un islote olvidado del Mediterráneo, se está jugando la última partida decisiva de Europa ante la avalancha de inmigrantes que huyen de África. Lampedusa, el punto más al sur de Europa, es una mota de tierra, cuatro kilómetros de ancho por once de largo, que con apenas 5.000 vecinos ha visto dispararse la ocupación del centro provisional de inmigrantes hasta 2.000 personas... y sólo caben 800. Hombres, mujeres y niños hacinados en condiciones inhumanas, según ha denunciado ACNUR, la comisión de Naciones Unidas para los refugiados.

Hasta ahora era un lugar de paso y se les trasladaba a la península. Pero terminaban por diluirse en Italia. El 75% piden asilo. Hasta que el ministro italiano de Interior, Roberto Maroni, de la Liga Norte, ha descubierto un chollo: mejor dejarlos en Lampedusa, una roca de la que no hay escapatoria. La idea es repatriarlos directamente desde allí y para eso se ha construido un centro de identificación y expulsión (CIE) en una antigua base norteamericana. Ya está abierto con 400 mujeres y niños. Pero los isleños, que viven del turismo veraniego, se han puesto en pie de guerra. Acusan a Berlusconi de querer convertir Lampedusa en Alcatraz.

Fuga masiva

El destino ha unido a vecinos y extranjeros. Los habitantes se echaron a la calle el viernes, toda la isla, para oponerse al nuevo centro. El sábado, parece que espoleados por los vecinos, un millar de inmigrantes rompió las puertas del centro de acogida y salió a respirar libertad. Una fuga masiva, pacífica, para pedir que no los deporten. Algunos robaron un ciclomotor para escapar hacia su sueño, a Europa. Les bastó dar una vuelta en este terreno árido, de tomillo y conejos, para comprender que estaban rodeados de agua. Ni siquiera sabían que estaban en una isla. Fueron escenas inverosímiles de una enorme tensión humana. Extranjeros e isleños manifestándose juntos contra el Gobierno, gritando en el desierto, con hileras de policías manteniendo el control. Lampedusa estalla porque, sumando los periodistas, no cabe un alfiler. Los pocos hoteles, cerrados fuera de temporada, han abierto a toda prisa para albergar cientos de agentes antidisturbios. Los isleños llevan una semana de huelga y mañana amenazan con invadir el aeropuerto. El primer ministro, Silvio Berlusconi, se superó en su técnica de vender felicidad virtual: «Eso no es un campo de concentración, son libres, sólo han ido al pueblo a tomarse una cerveza». Pero hasta ahora no podían salir, y nunca ha ocurrido en Italia que mil inmigrantes indignados por el trato rompieran su encierro. Algunos llevan allí mes y medio. Eran sobre todo tunecinos, temerosos de que les devuelvan a su país.

En Lampedusa desembocan las rutas de fuga del horror, del hambre y de regímenes policiales: Somalia, Etiopía, Eritrea, Sudán, Libia, Túnez,... El colapso de Lampedusa significa el fracaso de gran parte de la política de inmigración de Berlusconi. Libia, que deja fluir las pateras para utilizar la inmigración como forma de presión a Italia, no cumple los acuerdos de patrullar sus costas, porque el Parlamento italiano lleva un año sin darles el visto bueno. Tampoco hay acuerdos de repatriación con Túnez. Maroni va mañana a toda prisa al país magrebí para pactarlos.

El sábado por la noche, convencidos por los vecinos, los extranjeros fueron regresando al centro de acogida. Allí al menos les dan de comer. El techo no es seguro, pues muchos duermen bajo lonas a la intemperie. «Y si llueve, en el agua», admite un voluntario del centro. Los propios habitantes de la isla recorrieron los caminos en sus coches a la busca de fugitivos para llevarlos al redil. Reinaba una atmósfera extraña, entre la solidaridad y el temor, pues ya no se sabe dónde está la línea en la que puede empezar la violencia. «Aquí todos tenemos el coche con las llaves puestas, y las casas con la puerta abierta, pero eso se ha acabado», cuentan los vecinos. No ha pasado nada, pero Lampedusa es un polvorín.

Huida imposible

Aunque no hay dónde ir, ayer por la mañana aún no había vuelto un centenar de inmigrantes, y a última hora de la tarde, faltaban aún 20. Un vecino muestra un edificio en obras en cuyos bajos han pasado la noche siete de ellos. Está lleno de basura, con botellas de cerveza y bolsas da galletas vacías. Huele a excrementos. Tras pasar una noche de libertad en este tugurio, que en eso se ha quedado el sueño de Europa, probablemente volvieron al centro. No se puede huir de Lampedusa. Maroni no escondió, con íntima satisfacción, lo que realmente pensaba, pese a la alarma de los incidentes: «Si hubieran estado en tierra firme ya estarían vagando por Italia». Ésa es la idea de fondo.

Lampedusa podría ser Túnez, porque está a cien kilómetros, o Libia, pero es Italia. Eso basta para que sea la puerta de Occidente para miles de desesperados. Más de la mitad de los inmigrantes que llegaron en 2008 a Europa desde el mar, un total de 67.000, arribaron a Italia, y casi todos, 30.000 personas, a este arrecife. Un 134% más que en 2007. El centro, que ayer vigilaba el Ejército, se oculta en una hondonada con pocas horas de sol. Al asomarse a verlos en una colina, los internos saludan desde el patio agitando las manos.