CALLE PORVERA

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Ayer me vino a la memoria el episodio en el que una joven madre no dudó un segundo en dar de mamar a un bebé -nacido a saber dónde- que acababa de desembarcar en la playa en la que ella jugaba con sus hijos una mañana de verano. Si saberlo y con tan sólo unos meses, ya se había jugado la vida a bordo de una patera. Este recuerdo se debió a una imagen, publicada por este periódico y por otros muchos en sus ediciones de ayer, que me retrotrajo a aquella demostración de humanidad.

La fotografía que me dejó con la tostada enfriándose en la mano y al borde del puchero fue la de un trabajador de Cruz Roja jugando con tres niños -tendrían tres o cuatro años, como mucho- minutos después de rescatarlos de la ferocidad del Estrecho de Gibraltar, ya en la tierra firme del puerto de Tarifa. Como el bebé que encontró un pecho acogedor en la playa hace unos años, estos niños habían vuelto a nacer.

Esta vez la fotografía no era la de un cadáver metido en una bolsa, ni siquiera la de un joven negro con los ojos entrecerrados y tapado con una de esas mantas doradas específicas para los síntomas de hipotermia. A pesar de la crudeza del momento, la imagen transmitía felicidad, por muy paradójico que pueda resultar. A este hombre no se le ve apenas la cara en la foto y tampoco se les ve claramente a los niños pero seguro que se estaban riendo. El trabajador de la Cruz Roja está tirado en el suelo y tiene sobre él a dos de los pequeños, como si estuviera jugando a peleítas o al tobogán con sus sobrinos. El pie de foto solamente indica que el hombre los distraía pero me parece que su gesto iba muchísimo más allá y hay que agradecérselo a él y a todos los que hacen posible que la solidaridad y la humanidad sigan existiendo.

vmontero@lavozdigital.es