Editorial

Cumbre de partida

La reunión largamente esperada del G-20 ampliado reflejó ayer en su declaración final la coincidencia entre los gobiernos presentes en Washington sobre la necesidad de introducir normas más estrictas de regulación y supervisión de los mercados financieros, reformar el Banco Mundial y el FMI para reforzar sus competencias y la representatividad de los países emergentes, avanzar en la liberalización del comercio mundial y reactivar la economía real de manera coordinada. La explicitación de este último compromiso pone de manifiesto hasta qué punto el impulso inicial de la cumbre -la revisión del sistema financiero tras la debacle de los últimos meses- se ha visto superado por las consecuencias de una crisis que han situado a las economías mundiales al borde de una recesión global.

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En este sentido, constituye un avance la asunción de que el regreso a unos niveles óptimos de crecimiento precisa de esfuerzos compartidos, así como la fijación de una fecha concreta -el 31 de marzo- para concretar las modificaciones que requieren las finanzas internacionales a fin de evitar riesgos extremos y garantizar su funcionamiento prudente, como paso previo a la nueva cumbre del 30 de abril. Sin embargo, el enunciado genérico de los principios de actuación y de su desarrollo evidenció también la existencia de discrepancias de indudable calado.

La renuencia del presidente de EE UU en funciones, George W. Bush, al establecimiento de normas vinculantes que limiten los peligros inherentes a determinados fondos de inversión, o que destierren el estímulo a prácticas de riesgo por parte de los directivos de las entidades financieras demuestra no sólo su resistencia a admitir que el epicentro de la debacle global se localizó ya hace 15 meses en suelo estadounidense.

Puede implicar, además, que sectores muy influyentes de la economía estarían dispuestos a volver a las andadas. Derivar hacia las instituciones nacionales la responsabilidad de regular y supervisar de manera más exigente los mercados financieros, aunque sea de forma coordinada, pero sin que la primera potencia mundial se involucre en un compromiso de máximo rigor puede suponer no sólo limitar la eficacia de la nueva regulación; abriría además la puerta a la posibilidad de una desigual competencia entre entidades y mercados.

En este sentido, resulta paradójico que Bush advirtiera al inicio del encuentro respecto a las tentaciones proteccionistas. Porque hoy no es fácil imaginar un proteccionismo más pernicioso que el que permitiera a las firmas de Wall Street operar con mayor permisividad que las del resto del mundo.

La cumbre de Washington ofreció la oportunidad de que los representantes de los países que suman más del 90% de la economía mundial ratificasen la idoneidad de las medidas adoptadas hasta el momento frente a la crisis del sistema financiero. Pero no está tan claro que vaya a inaugurar el proceso para una reforma en profundidad que resulta ineludible; prueba de ello es que la creación de colegios de supervisores, presentada como una de las principales iniciativas pactadas, significa en la práctica la renuncia a considerar la promoción de un órgano supranacional único. Serán finalmente las decisiones de los gobiernos, la coherencia que guarden entre ellas, y los progresos que puedan producirse en los sucesivos encuentros fijados en la agenda establecida en la cumbre los que permitan evaluar los logros reales del cónclave de ayer, sin olvidar la influencia potencial que tendrán sobre el mismo planes de reanimación de la economía como el que aprobará la UE el 26 de noviembre.

Junto a ello, indicios tan dispares como el desbloqueo efectivo de la ronda de Doha hacia una mayor liberalización del comercio mundial, la sintonía que demuestren los bancos centrales a la hora de modular el precio del dinero, la administración sincronizada de las políticas fiscales y del recurso al déficit público por parte de los países más desarrollados, o los signos de coordinación que ofrezcan éstos respecto a los emergentes, darán cuenta de la disposición global a una gobernanza coincidente de los intereses comunes.

Pero sin duda será la asunción del liderazgo de EE UU por parte de Barack Obama la que dé la medida definitiva del rumbo que pueda adoptar la comunidad internacional. La cita del 30 de abril aparece como un momento tardío en un tiempo que se presume vertiginoso en cuanto a los efectos de la crisis sobre la economía real. Pero parece indudable que el calendario global viene condicionado por el trámite de sucesión en la presidencia estadounidense.

La reunión ampliada del G-20 se ha constituido en esta cumbre como un formato que requiere ser clarificado y luego consolidado como referencia que asegure la viabilidad de los propósitos planteados. Los esfuerzos realizados por el gobierno de Rodríguez Zapatero para garantizar su presencia se han demostrado en principio efectivos, a pesar de todas sus carencias formales. Pero es necesario vincular la continuidad de esa presencia a la permanencia de un foro que, integrando a los países emergentes, alcance e incluso supere la representatividad económica y poblacional que ayer se escenificó en Washington.