MAR DE LEVA

El bonobús

Pongamos una historia de ficción, una de esas cosas que son difíciles que nos pasen a nosotros. Sale usted a trabajar, un día cualquiera, una mañana cualquiera, apresurado, apurado, y la primera en la frente: la noche anterior ha llovido a mares, la calle se le ha convertido en un río que se desborda y por donde bajan a toda velocidad pedacitos de cosa marrón que no quiere usted imaginar qué son, porque sabe perfectamente que la mierda flota.

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Sorteando detritos, intenta usted sacar el coche del garaje. Y descubre que, cachis, no se ha traído de casa el traje de hombre rana. Su coche, su moto, la tabla de la plancha olvidada, la caja de las herramientas, la rueda de repuesto que en realidad no le sirve, el aceite lubricante, el líquido de frenos, las leznas, los tornillos, todo está cubierto por metro y medio de agua. Como la película aquella de La aventura del Poseidón, mismamente, sólo que gracias a Dios no está todo bocabajo.

Como los hombres no lloran, aunque ganas no faltan, decide usted irse al trabajo en autobús. En el camino, naturalmente, se le va a hacer puñetas el paraguas con la ventolera. Llega a la parada. El primer autobús pasa de largo. El segundo va lleno y tienen que dejar gente fuera. El tercero está todo ocupado por dos carritos de bebé que se ubican tontamente en el centro, en vez de en la parte de atrás, donde no cortarían el paso. Y la segunda en todo el morro: no hay cambio a un billete de veinte euros.

Se baja usted del autobús. Menos mal que llueve ya poco. Busca un kiosco donde comprar un bonobús que compartir con la parienta y los niños, que no se pueden montar los pobres en el Búho Bus las noches de parranda, por no sé qué problema de no estar empadronados en no sé qué año. Y la odisea continúa porque en el kiosco de la esquina el buen hombre que achica agua le mira con mala cara y le dice que no, que bonobuses ya no vende.

Busca otro kiosco, y la misma historia. Y otro, y otro. Los bonobuses son más difíciles de encontrar hoy que la proverbial aguja en el pajar. Nadie los tiene ya disponibles. Los kiosqueros, indignados y con razón, se quejan de los abusos de las fianzas que tienen que pagar para venderlos al respetable, y la miseria que les deja por el esfuerzo: total, que poco a poco ya no los quiere vender nadie. En los autobuses no los venden, como sería lógico, pero tampoco ponen muy buena cara, lo ha visto usted esta mañana, cuando pretende que les den el cambio de un billete grande que todos sabemos que no lo es tanto.

No hay en toda la avenida un sitio automático, por ejemplo, que los escancie. Máquinas de condones sí, faltaba más, en cualquier esquina y en las puertas de las farmacias y los retretes de los pubs, pero ni usted ni yo estamos ya para estos trotes. Dicen que la cosa está muy chunga, y más que nos tememos que vaya a estar, pero ese cartoncito verde y blanco que nos puede ahorrar unos cuantos euritos cada diez viajes cuesta más de encontrar que un economista que resuelva el lío bíblico de vacas flacas que recorre las bolsas donde se nos va la vida. Luego querrán que usted y yo, caballero del sótano inundado, del paraguas arrumbado, de los veinte euros pegados eternos a la palma, usemos el transporte público, para no contaminar, para colaborar con el planeta, para no manchar ni despilfarrar.

Pero no hay bonobuses. Cada día hay menos. Especie en vías de extinción. Una oferta necesaria a la que se torpedea adrede. Con el precio que tiene ya de por sí el viajecito en autobús, y lo que tardan, para lo cortitos que son los trayectos. A la compañía parece que le importa un caneco. Desde el ayuntamiento nadie hace nada por potenciar una normativa que fije puntos de venta fijos, aunque sean automáticos, al alcance de todos los viajeros.

Consuélese: al menos ha comprado usted un periódico que no compraba antes, por aquello del cambio. Lástima que mientras esperaba el autobús número cinco un coche a toda pastilla le haya salpicado de arriba a abajo.