ANÁLISIS

Cómplices

El caso Neira ha supuesto otra vuelta de tuerca en el circo mediático que rodea a la violencia doméstica. Una vez más, el reality de la sordidez en directo. El Gran Hermano que, como elefante en cacharrería, pisotea el nombre y la intimidad de quienes halla a su paso. Violeta Santander, la novia de Antonio Puerta, representa el paradigma de la víctima que niega. Que niega incluso ante la evidencia de las imágenes. Que niega de espaldas al dolor de una familia, a la solidaridad de un país y quién sabe si a la vida de un hombre. Que niega, que ampara, que justifica y que proyecta. Que no se dice víctima sino de la intervención (o la invención) de un entrometido, de la fatalidad que ha llevado a su novio a la cárcel y ha destrozado su vida de color de rosa. Que se defiende de su dolor atacando. Que sin importarle quién caiga justifica su historia (o debería decir mejor su histeria) a capa y espada, aunque por su causa alguien viva atado a una cama de hospital, o su propia madre, como nos cuenta, sufra por ello ataques de ansiedad.

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Luego están los medios que amparan, que aplauden, que refrendan y ponen precio a esa negación. Que, semana tras semana, venden su dignidad por unos puntos de share. Que denostan pero contratan, que repudian pero pagan, que se rasgan las vestiduras pero repiten. Y la ciudadanía, que ostenta el poder omnímodo del mando y decide. Decide solazarse en la hez, decide con su dispositivo digital que se pague a Violeta, y decide hacer buena su versión para escandalizarse con ella.

De todos es ella, Violeta, quizá la menos culpable. Porque ese dinero de algún modo borra el oprobio y la humillación de toda una vida y la eleva al cielo de las estrellas mediáticas. Puede que lo necesite para creerse la historia que le está gritando al mundo. Para sentir que su negación arrastra al vórtice del huracán no sólo a ella, sino al país entero. Y se anuncia la segunda parte: el presunto agresor, hoy encarcelado, promete dejarnos atónitos ofreciendo su versión de plató en plató si queda en libertad. También quiere el sapo salir de la charca y convertirse en príncipe, previo paso, eso sí, por caja, con todo un país que calla, otorga y se hace así cómplice de la vergüenza. ¿Quién, así las cosas, osará interponerse en el camino de aquellos que pisotean la ley y de aquellas que se convierten en las defensoras de sus verdugos?