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A aprender idiomas

Llegó la vendimia. Y esta España nuestra, que se ha mostrado en los últimos tiempos agobiada con la afluencia masiva de inmigrantes, que ya ha empezado a reflejar en algunos sectores de su sociedad indicios de racismo y xenofobia, se ve de pronto transportada a una época que creíamos ya pasada, de la que nunca salimos en realidad, sino que yacía latente en los cimientos de nuestro tan aclamado estado del bienestar.

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La crisis tan traída y llevada que, sin embargo, no nos impide seguir haciendo colas interminables para ser los primeros en tener un Iphone; esta crisis, digo, sobre todo la del sector inmobiliario, ha traído otra vez a los periódicos una noticia que ya habíamos olvidado, o que habíamos ignorado, entre tanto piso, coche, chalet y otras preocupaciones de la vida cotidiana. El aumento del paro en la construcción arroja a los obreros, nuevamente, al campo, a la vendimia. La provincia de Cádiz enviará a la recolección de la uva en Francia a unos ochocientos temporeros, según estiman los sindicatos, frente a los doscientos del pasado año. Resurge, pues, algo que parecía extinto, que formaba parte de los recuerdos, aquella gente de campo del pueblo de mi padre que, cada año, a finales de verano, cogía a su familia, sus bártulos, y enfilaba el camino rumbo al país vecino, «a aprender idiomas», como decía Carlos Cano en las canciones de su primera época, denunciando la situación de este pueblo emigrante que ha sido España siempre.

Y he aquí que cuando ya nos creíamos en lo más alto, cuando nos permitíamos mirar por encima del hombro a los inmigrantes que llegan de la miseria de otros países, nos volvemos a ver despidiendo a los nuestros que tiran millas p'arriba a buscarse la vida, como toda la raza humana cuyo movimiento, cuando huye de la pobreza y la miseria, es imparable, pese a quien pese.