ATENTO. Luis Aragonés, más atento que nunca con los aficionados, firma en la gorra de un joven seguidor español. /EFE
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El aprendizaje del sabio

Más amable y sereno, obsesionado con corregir los errores del pasado Mundial, Luis Aragonés se acerca a su sueño: hacer de España un equipo competitivo

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Es justo reconocerlo: durante esta Eurocopa, Luis Aragonés está muy bien en su papel de venerable seleccionador. Desde hace unas semanas, el técnico de Hortaleza mantiene el tipo con el saber estar que se le supone a un hombre de su experiencia. No siempre lo ha conseguido. Es más, ha fracasado varias veces en ese intento, de ahí que su imagen exterior sea la de un señor hosco y desabrido que da un poco de miedo cuando se ríe y no termina las frases -su coletilla y tal y tal se ha hecho famosa- porque parece haberlo dicho todo un millón de veces y le cansa mucho repetirse.

Esta vez, en cambio, a Luis Aragonés se le nota más cómodo y relajado. Más agradable, incluso. De hecho, hasta la prensa internacional, la misma que le tenía en el centro de la diana desde que, hace tres años, le escuchó boquiabierta llamar negro de mierda a Henry durante su famosa arenga motivadora a Reyes, le ha dedicado ya algunos halagos. Las razones de esta actitud más presentable por parte del seleccionador no han trascendido. Quizás Luis haya caído en la cuenta de que su imagen para la posteridad está en juego, que precisamente ahora, cuando su larga carrera deportiva llega a esos momentos decisivos por los que será recordada, tiene la obligación de parecer un caballero firme y sosegado, por encima del bien y del mal, como el capitán que dirige la batalla desde el puente de mando. (Siempre y cuando uno pueda parecer un caballero vestido de chándal y rascándose la oreja mientras observa, por encima de las gafas, el recorrido de un balón, se entiende).

O quizás sea que alguien cercano y querido -su mujer o alguno de sus cinco hijos o de sus once nietos- le ha recordado que ése debe ser ahora su papel, que uno no va a cumplir 70 años y se ha pasado la vida dando órdenes desde un banquillo para luego enfangarlo todo con arrebatos infantiles y salidas de tono. Que uno, en fin, no se gana el apodo de El sabio de Hortaleza y tiene el cuerpo lleno de escamas y ha perdido la dentadura postiza junto a la raya de cal de un campo de fútbol para luego llegar a un Mundial y, tras recibir un ramo de flores de bienvenida, decir que a él no le cabe en el culo el pelo de una gamba. Eso no se hace.

Una balsa de aceite

Entender que, por encima de los viejos códigos del fútbol a los que tanto alude, existen obligaciones estéticas y normas de urbanidad que alcanzan a todos los mortales, ha sido uno de los aciertos del seleccionador español en esta Eurocopa. El otro ha sido ser consciente de que un ambiente amable y distendido alrededor del equipo (eso que se llama el buen rollo) es imprescindible para lograr algo grande con España. Tal vez en otras selecciones el entorno importe menos. Italia, Argentina y Alemania, por ejemplo, han sido capaces de ganar títulos viendo caer guillotinas y abstrayéndose de un ruido exterior estruendoso. España, en cambio, no admite distracciones. Necesita de una especie de armonía general en toda su atmósfera y Luis Aragonés se ha esforzado esta vez en procurársela. La selección es una balsa de aceite. Lo dicen todos los enviados especiales a Innsbruck y Viena, los mismos que, hace tan solo unos meses, se temían que, confundido por la presión del momento y por los cencerros del bucólico paisaje tirolés, el de Hortaleza acabara interpretando en la Eurocopa la versión más áspera del abuelo de Heidi.

El cambio experimentado por Luis Aragonés habla bien de la inteligencia táctica de este madrileño, nacido en plena Guerra Civil, que supo desde niño que la vida es un gran partido en el que hay que saber competir. Conoció el Madrid de postguerra, sórdido como un alma en ruinas, y creció viendo las miradas derrotadas de los peones que, durante el verano, hacían ladrillos a mano en la pequeña fábrica de su padre, al que perdió cuando tenía catorce años y ya soñaba con ser un futbolista grande. Este tipo de vivencias de la niñez nunca acaban en saco roto. Todo lo contrario: acaban destilando unas gotas de sabiduría esencial que sirven, ante todo, para aprender de los errores de la vida. Y a nadie se le escapa lo mucho que el seleccionador aprendió de su fracaso en el Mundial de Alemania.

Aquella dolorosa derrota en Hannover ante Francia provocó varios efectos colaterales. Por un lado, engordó como nunca los fantasmas del tradicional fatalismo futbolístico español. Las dificultades del equipo nacional para lograr algo importante en un gran torneo pasaron a considerarse un maleficio. La roja era objeto de mofa y de comparaciones crueles con las selecciones de baloncesto y balonmano, ambas campeonas del mundo. El seleccionador, por su parte, quedó a los pies de los caballos, comprometido -había empeñado en ello su palabra- a abandonar su cargo al regreso de Alemania.

La codicia del abuelo

Aragonés, sin embargo, se aferró al puesto de un modo que sorprendió incluso a sus amigos más íntimos. Su frase de que uno no puede ser esclavo de sus palabras no sólo dejó su prestigio a la altura del barro sino que se convirtió en un eslogan. Lo decían los niños en casa cuando sus padres les recriminaban por no hacer lo que habían prometido. Fueron, sin duda, los peores momentos de su carrera deportiva. Pocos daban entonces un euro por un hombre ciclotímico que, en diversos momentos de su vida, había sufrido depresiones y episodios de ansiedad y estrés. De hecho, estos procesos salpicaron la primera mitad de su carrera. En 1981, tuvo que dejar el Betis por una depresión y en 1986 rechazó una gran oferta para continuar en el Atlético a causa de una ciclotomía. En enero de 1988, por último, durante su estancia en el Barça, estuvo de baja una semana por un síndrome de agotamiento.

El entrenador de Hortaleza, sin embargo, aguantó la marejada sin hundirse. A ello contribuyeron tres grandes factores: la inmovilidad de la Federación, que no estaba dispuesta a pagar la millonaria indemnización del seleccionador y decidió hacer el Don Tancredo; la benevolencia de ciertos medios periodísticos madrileños, que con el sabio de Hortaleza no desplegaron ni una cuarta parte de la artillería que emplearon contra su predecesor, Iñaki Sáez; y la firmeza rocosa del propio afectado, cuyo afán por seguir al frente del banquillo de España resultaba de lo más llamativa. Había algo en su codicia que recordaba a la de un niño frente a su juguete preferido.

¿A qué se debía tanto empeño en continuar? La respuesta es fácil y se está viendo en esta Eurocopa de Suiza y Austria. Luis Aragonés tenía una ilusión tremenda por este grupo de jugadores; una ilusión casi infantil, extraña en un viejo dinosaurio que, como futbolista, las había visto de todos los colores durante catorce temporadas y, como entrenador, llevaba más de treinta años en la élite. Pero este plantel le tenía enamorado. El viejo futbolista conocido como 'Zapatones' que estuvo a punto de dar la Copa de Europa al Atlético en un libre directo, el técnico seco y con espolones que ya había ganado una Copa Intercontinental, una Copa del Rey y un título de Liga cuando la inmensa mayoría de sus actuales jugadores no había nacido, estaba convencido de que esos chavales podían hacer algo muy grande. Y él, vanidoso como el que más en las cosas del fútbol, quería ser quien los dirigiera hacia la gloria.

A nadie que conozca a Luis Aragonés puede extrañarle su confianza en esta selección. Sus pupilos son buenos y son una piña. Algunos de ellos, incluso, están triunfando en la Liga inglesa, que siempre ha sido cosa de hombres. Calidad y compromiso. Egos los justos y camarillas, ninguna. No hay nada que pueda resultar más sugestivo para el técnico madrileño, que ha sabido ganarse a sus jugadores hablándoles con franqueza -siempre de usted, como hizo desde su primer entrenamiento en el Atlético- y demostrando bemoles cuando había que demostrarlos. Por ejemplo, durante toda la procelosa campaña mediática para que convocara a Raúl. Hombre curtido en el olor al linimento y en las viejas leyes de los vestuarios, Luis sabía perfectamente cómo iban a interpretar sus chavales el gesto de determinación y autoridad que suponía prescindir del capitán madridista. 'El viejo no se casa ni con su madre', dirían. Y es que el lenguaje del fútbol es intemporal.

Luis, en el corazón

Gracias a ello, Luis Aragonés ha podido superar el abismo generacional que le separa de sus jugadores. Porque la realidad es que el seleccionador es un abuelo entrenando a sus nietos, a esos chicos de hoy que juegan a las maquinitas, escuchan música a todas horas con auriculares, se hacen mechas en el pelo y se cubren el cuerpo de tatuajes como en sus tiempos sólo lo hacían los legionarios y los marinos. ¿Qué diferentes de los futbolistas de su época, hombres sobrios y curtidos, peinados al agua y con patillas gruesas, que olían a loción Floyd y a Varón Dandy! Pero, por lo que se está viendo en esta Eurocopa, Luis ha conseguido que sus chicos le crean, que le hayan cogido cariño y lamenten su marcha a Turquía -Xavi dijo el martes que siempre le llevarán en su corazón- y, sobre todo, que se embarquen con él, convencidos, en el objetivo que le alumbra y, en cierto modo, le corroe por dentro desde hace dos años: que España compita como los grandes, como los que siempre ganan.

De eso se trata. El fiasco ante Francia en Hannover durante el pasado Mundial de Alemania es una espina clavada para el de Hortaleza. Todavía se siente culpable. Y no es de extrañar. Buena parte de culpa de aquella eliminación fue suya por no reaccionar a tiempo y retrasar a toda su tropa 25 metros tras el 1-0 para poder matar a les bleus al contragolpe. Fue aquella una derrota de equipo cándido que no sabe leer el partido entre líneas y acaba dando facilidades al rival, una derrota propia de jugadores ingenuos que se tragan un amague por mirar la silueta del contrario en lugar de la pelota, que es el ejemplo de falta de oficio que siempre pone Luis Aragonés.

Fue también la derrota de un equipo confundido por la matraca letal de quienes igualan la importancia de ganar a la de abanderar un estilo de juego que se reduce al tiquitaca machacón. Por identificarlos: son los mismos que sacan el crucifijo de espantar vampiros cuando ven un pase largo o se indignan si España, en momentos puntuales del partido, se retrasa para jugar a la contra. Nunca más, se dijo el seleccionador en Hannover. Tocaremos, porque es lo nuestro, pero nunca más haremos el primo. Y quizás así, con un poco de suerte, cambiemos el curso de la historia. En ello están.