DESPEDIDA. Un militar, junto a su mujer y su hija, antes de incorporarse a su unidad. / Z. A.
MUNDO

Mongolia se queda sin futuro

La desaparición de la Unión Soviética fue sólo el principio del declive del país de Gengis Khan, donde el capitalismo y el sedentarismo están llevando al último pueblo nómada a la desintegración

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Cae la noche en Ulan Bator, y con ella el mercurio. Un manto de estrellas le gana la partida al intenso cielo azul de la capital de Mongolia. Las calles quedan desiertas en cuanto la oscuridad se apodera de ellas. La vida se refugia en edificios de hormigón desnudo, en tradicionales yurtas circulares de piel, y hasta en las alcantarillas. Los edificios de corte soviético se convierten en sombras amenazadoras, y las pocas siluetas que se aventuran entre ellos tratan de mantenerse entre sí lo más alejadas posible. Tal y como avisan los hoteles con añejas notas pegadas en las puertas de las habitaciones, Ulan Bator muda su piel a partir de las once de la noche, y salir a partir de esa hora supone un riesgo elevado.

Sólo el hedor a vodka rancio indica qué establecimientos permanecen abiertos. Son generalmente sótanos en los que hombres corpulentos ahogan sus penas jugando a partidas de billar y manoseando a prostitutas. Las manecillas del reloj no han anunciado la medianoche cuando de uno de estos locales llegan gritos de mujer. A su agudo sonido se unen las risas graves de dos mongoles. Uno de ellos sale a la calle tambaleándose, ayudado por uno de los empleados. Un amigo lleva al otro, que presenta lo que a primera vista parece una herida grave en la cabeza. El alcohol debe de hacer las veces de anestesia, porque continúa riéndose a pesar del reguero de sangre que deja a su paso.

El dueño del local limpia un charco rojo en el que flota una materia viscosa que también se ha adherido a la bola de billar que se han lanzado. No es nada extraño, sólo el día a día en la noche de Ulan Bator. «Sólo espero poder salir de este maldito país», murmura el propietario, que espera la concesión de un visado chino para emigrar a la región de Mongolia Interior. «Desde que cayó la Unión Soviética, Mongolia se ha convertido en un agujero negro sin futuro».

Los primeros rayos de luz tampoco arrojan un panorama esperanzador. Frente a un hotel del centro de la ciudad, cuya población roza el millón de habitantes, la mitad del total del país, dos hombres, también ebrios, golpean a una mujer. Puñetazos y palos. Parece que el objeto de la tunda es sexual, pero nadie presta atención. Este periodista alerta a la Policía, que llega con dos largas varas. Sin mediar pregunta alguna, los dos agentes se lían a palos con los dos borrachos, y también con la mujer, que parece tener ya la nariz rota. A ella la dejan tirada en la acera, mientras que a la pareja de agresores se la llevan a rastras, cogidos de los pelos y esposados. Uno de los empleados del hotel resta importancia a la historia. «La criminalidad ha aumentado mucho. Tendría que ver lo que se cuece en los suburbios. Esto no es nada. La combinación de nómadas sedentarios y vodka es explosiva».

Ataque a turistas

No han dado las once, hora que parece convertirse en un toque de queda extraoficial, cuando una nueva sorpresa espera a pocos metros de la plaza de Sukhbaatar, el centro neurálgico de la capital. Un trío de turistas occidentales se encuentra con un grupo de niños de la calle, esos que pueblan las alcantarillas para refugiarse del intenso frío mongol. Rodean a uno de ellos, aprovechando que los otros dos han entrado en una pequeña tienda a por agua. Serán trece o catorce, con edades comprendidas entre los seis y los trece años. Agarran al turista, y buscan en sus bolsillos hasta que sólo a patadas consigue librarse el viajero. Mientras tanto, una barrera de hombres se ha formado en la puerta de la tienda a la que ha entrado la pareja, y que sólo consiguen cruzar a base de golpes.

Tres episodios de violencia en menos de 72 horas en un país de hospitalidad legendaria no parecen tener sentido. Pero Tarushakr Bodayaren, profesor de Economía Aplicada en la Universidad Ulaanbaatar, considera que es completamente lógico. «En Mongolia coexisten dos formas de vida opuestas. Dos mundos que, aunque parten del mismo universo, ya no tienen nada que ver. Uno es inocente, amable, desligado de los elementos artificiales creados por el ser humano, y pegado a la naturaleza. El otro es la corrupción urbana del primero, el intento de introducir una milenaria cultura nómada en un juego sedentario y sin futuro». Ulan Bator es, en definitiva, el resultado de que un pueblo en eterno movimiento haya echado el ancla «fruto del capitalismo y de la globalización».

Desde el espectacular montón de piedras convertido en lugar de peregrinación budista, denominado 'ovoo', situado en lo alto de una de las muchas colinas que acurrucan Ulan Bator, la vista no deja lugar a dudas. La capital de Mongolia es única en su composición. Sólo el centro está edificado, en el sentido estricto de la palabra. Los alrededores son una maraña de yurtas nómadas que delimitan su territorio, un término que en la cultura nómada nunca ha tenido barreras, con improvisadas vallas de madera.

«Los mongoles llevamos el nomadismo en la sangre, y cuando las dificultades climáticas y económicas nos han obligado a parar, no hemos sabido reaccionar. Nos sentimos oprimidos», explica Bodayaren. De ahí que los casos graves de alcoholismo aumenten cada año en torno al 10% en la capital, lo mismo que la tasa de criminalidad. Y eso que el desempleo se mantiene en un increíble 3,3%, un índice que, según Bodayaren, «tiene poco que ver con la realidad», la esperanza de vida supera los 70 años, y la renta per capita acaricia los 900 euros, superior a la de China pero «otro dato poco relevante, porque los nómadas, que suman algo más de la mitad de la población, muchas veces usan el trueque».

En la mente de los jóvenes urbanitas la solución va en un verbo: emigrar. «No hay futuro en Mongolia. Los trabajos a los que podemos acceder son una basura», critica Toya Dulgmargan, una joven estudiante de 18 años. «Nuestros padres están acabados, sólo viven cuando están borrachos, y la industria se va a pique porque los soviéticos nos dejaron una mierda y China ha sabido reinventarse a sí misma». De ahí que los destinos más deseados sean el gigante vecino y Estados Unidos, y que Mongolia se haya convertido en el único estado en el mundo que tiene más ciudadanos fuera de él que en su territorio. En una superficie tres veces la de Francia viven sólo 2,5 millones de personas.

Lejos han quedado los tiempos del ardor guerrero e imperialista de la Mongolia de Gengis Khan, conquistador de medio mundo, aunque todavía se puede encontrar parte de ese orgullo en el festival anual del Naadam, cuando los mejores jinetes de los cuatro puntos cardinales convergen en los alrededores de Ulan Bator para demostrar sus habilidades sobre el caballo, o asombrar con su poderío físico en lucha libre. Después de una semana de celebraciones, los nómadas vuelven a sus infinitas alfombras verde u ocre.