RETO. Padilla, que reaparecía en su casa, cita al que abrió plaza.
Toros

Cita en los rincones toreros

Señoritos de solapa a prueba de arruga, hippies de cabellera indómita, labriegos con grietas en las manos, brokers del Dow Jones, dos macizas con manolos en los pies, un inglés y un cura.

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A las seis y media, ante el pelotón de fusilamiento del sol de mayo, todos se acordaron del día en que conocieron a José Tomás. Media hora después ya estaban todos juntos y arremolinados, extraños compañeros en los rincones del toreo, a una manzana de la felicidad, allí donde no importa el sofocón ni el Levante, donde no habla el político ni aprieta tanto la hipoteca.

Allí se encontraban todos sin saber por qué, felizmente extraños, cuando José Tomás meció el capote ante su segundo con la cara de niño y los pies atornillados al albero. Encadenó tres capotazos, tres chicuelinas y una media verónica que reconciliaron a los mismos que en la mañana del lunes se pitarán en los semáforos o se empujarán por coger un sitio en el autobús.

El nobletón, flojo, que habían mandado los de Núñez del Cuvillo (y que el mismo José Tomás había encargado) no dejó espacio para más que una faena de destellos. Cegadores.

El segundo fogonazo vino en los quites, con uno de frente y por detrás de melosa cadencia. Poco importaba entonces de dónde viniese el toro y se certificaba que las situaciones comprometidas se resuelven mejor con la sencillez natural de los genios valientes. Por eso les gustaba tanto el toreo de José Tomás, quizás porque el recorrido más corto entre dos puntos sea la línea recta. Si cuando brinda el torero al público se le viene el toro largo y apretando, basta no soltar la montera y cascarle seis estatuarios a pies juntos, con la misma cara del que pide en su bar uno con leche y media con jamón y aceite. También dicen en Jerez que la genialidad, el esprit, que distingue lo banal de la maravilla está también en el compás. ¿Qué es? Exactamente lo mismo que tuvieron los cuatro naturales largos y hondos, y los tres trincherazos de suave desdén que merecieron las dos orejas y una petición, excesiva, del rabo.

Claro que la línea recta a la gloria pasa también muy cerca de la enfermería. Allí entraba el torero a la muerte del quinto por su propio pie y con el cuerpo hecho unos zorros después de dos volteretas de lipotimia y un puntazo en la garganta.

El quinto no era el segundo: peligroso, bronco, correoso, le puso los pitones en el corbatín en una faena deslabazada con demasiadas dudas y media atravesada como remate infame.

Así se quedaron el hippie, el broker y el cura, pidiendo una oreja con la cara partida, esta vez en los tendidos de los sueños rotos. Desconsolados devotos, contentos de haber pasado, al menos, 20 minutos en los rincones toreros, a una manzana de la felicidad, del cielo a mano derecha.