EL COMENTARIO

Presidencialismo y arbitrariedad

Explicaba ayer Ramoneda que el poder es, sobre todo, arbitrariedad y, en ocasiones, osadía. El poderoso lo es porque toma decisiones inesperadas, asombrosas, contradictorias. Pero -habría que añadir- la democracia consiste en limitar esa arbitrariedad, en poner en sintonía las decisiones políticas con la voluntad general formada reglada y serenamente y, en definitiva, en tasar los márgenes de discrecionalidad del poderoso de forma que el administrado se beneficie de la seguridad jurídica, que, convenientemente tutelada por el poder judicial, ha de ser el marco inalienable de la libertad personal.

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El parlamentarismo, sistema en que la sociedad elige a sus representantes y éstos, en elecciones de segundo grado, al jefe del Gobierno, es el régimen más apropiado para cumplir aquellos designios. Quien preside el Gobierno está teóricamente sujeto a la voluntad de los que lo han aupado, en su propio partido y en su grupo parlamentario, aunque al mismo tiempo ostenta el poder indirecto de controlar el aparato partidario, que es el que confecciona las listas electorales cerradas y bloqueadas, es decir, el que aúpa o posterga a sus conmilitones, algo así como el dueño feudal de su vida y su hacienda.

La experiencia demuestra que estos equilibrios de los sistemas parlamentarios otorgan al jefe del Gobierno y, en general, al líder de los grandes partidos un poder exorbitante, cuasi presidencialista, que le permite hacer y deshacer a su antojo, esto es, ejercer la arbitrariedad a su gusto. Y así, Zapatero ha tomado en la formación del último Gobierno decisiones opuestas a la lógica de la situación, a la expresión de la voluntad colectiva, incluso a la propia coherencia de partido. Miguel Sebastián, por ejemplo, tuvo enfrentamientos con quien es ya su jefe orgánico y directo, Pedro Solbes, y fue además severamente desechado por el electorado madrileño en las pasadas elecciones municipales. Magdalena Álvarez fue reprobada por la Cámara Alta, con razón o sin ella. Y, en general, Zapatero ha recurrido más a independientes que a militantes de su disciplinado partido, algo que ha debido molestar a quienes legítimamente tienen aspiraciones políticas y se han adscrito a la obediencia socialista. La teoría de la circulación de elites, en las que los candidatos van desplazando a sus mayores a medida que acumulan saberes y experiencia, ha quedado sencillamente arrasada por la realidad.

Pero no sólo el PSOE de Rodríguez Zapatero -en el que el líder actual disfruta de mucha mayor autonomía que la que tuvo Felipe González en su momento- es protagonista de semejantes peculiaridades: también en el PP el presidencialismo es la característica, e incluso más acentuadamente. Fraga impuso a Aznar sin dar opción a la menor concurrencia, Aznar impuso a Rajoy también autoritariamente y éste parece plenamente decidido a imponer su autonomía. De hecho, en el poblado y experimentado partido que pilota no ha encontrado mejor mano derecha que Soraya Sáenz de Santamaría, jovencísima portavoz que ha dejado en la cuneta a todo el aparato.

No tendría sentido alegar excesivas objeciones intelectuales ni proceder a dramáticos rasgamientos de vestiduras ante semejante fracaso de la llamada democracia interna de los partidos, que viene por añadidura impuesta constitucionalmente. En todas partes, y también en los más sutiles y perfeccionados regímenes democráticos, el liderazgo tiene vertientes esotéricas e inextricables. Sin embargo, sí es legítima la aspiración de perfeccionar los sistemas de representación, de abrir más los partidos políticos, de mejorar los controles públicos del poder, de afinar la sintonía entre la acción gubernamental y la opinión pública, etc.

Los teóricos de la ciencia política coinciden en que el elemento más perverso de nuestro modelo es el sistema del as listas cerradas y bloqueadas, que fortalece en exceso al aparato partidario y deja inerme al aspirante político, que no tiene ocasión de reclamar adhesiones si no goza de la aquiescencia de su formación. Pero no hay unanimidad sobre cómo liberar al régimen de tal constricción, ni siquiera sobre si hay o no posibilidad de hacerlo sin desnaturalizar el dibujo constitucional. Siempre cabe propugnar avances en el terreno de la ética pública. Los líderes tienen la obligación de buscar, además del bien común, el acomodo del proceso político a la voluntad general. Y aunque ésta siempre termina imponiéndose a la larga, no es razonable burlarla ocasionalmente mediante regateos autoritarios. Nuestro régimen es perfectible y todos, especialmente los profesionales de la política, tienen la obligación permanente de trabajar en esta dirección.