MEMORIAS DE LA FRONTERA

Guada: una exposición profética

El Palacio Provincial lleva más de un mes inundado de belleza. La exposición Guada Memoria del Agua, que congenia excelentes fotografías de José Manuel Vera Borja con un inteligente montaje del comisario Juan Carlos González Santiago nos hablan de esa especie líquida en vías de extinción y del rastro que ha ido dejando sobre esta provincia húmeda y sobre sus pobladores: el Cádiz luminoso juega al escondite con la niebla, mientras siguen cabeceando los caballos sobre los abrevaderos.

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A lo largo del claustro y en la sala central de la sede de la Diputación, el espectador puede guarecerse de la lluvia o mojarse con ella como un niño que le haga novillos a la solina, o quizá se percate de la rara matemática que encierran los aljibes, de la galleguización de la sierra, con ese efecto Foehn sobre los riscos de Grazalema y el raro microclima que rodea al Peñón. Hay reflejos de América en un charco al bies de la Iglesia del Carmen en la capital y eternos campesinos en cuya mirada se adivina la lluvia o se teme la sequía.

Pantanos y mares, salinas prodigiosas, el río del olvido y el verdín del tiempo acicalando los herrajes. En algunos de los textos que escoltan la muestra, tanto el fotógrafo como el comisario de la exposición, reflexionan sobre esa vieja compañera de vieja en la aventura humana: «Somos poco más que agua y para el hombre, el agua es la vida -sentencia Vera Borja-. Nuestra especie sólo es viable en el interregno del agua y la tierra: una tierra que el agua horada y moldea, creando un paisaje al que el hombre se doblega para alcanzar el sueño de recrear el cielo en la tierra». Pero desconfíen de las apariencias, no se trata de una simple sucesión hedonista de imágenes y buenas intenciones. «Guada», desde su propia denominación, encierra una inequívoca reivindicación conservacionista, la de un mundo que no se entendería sin este elemento esencial y cuya agonía profetiza un futuro tormentoso para el planeta, un esperanzador antes y un temible después como simboliza la sucesión de girasoles vivos o ciegos en torno a la torre de Castilnovo.

Hay dunas de rara geometría, muchachos que se arrojan desde el puente-canal y torres miradores. Los herrumbrosos portales de Navantia dialogan con las luces de Ceuta y Tánger en el ojo de la noche. A su orilla, botellas de náufragos y calafates que martillean obstinadamente en sus carpinterías de ribera, como herencia de un tiempo que se va yendo lentamente a pique. Desde el colorido de las esporas a la apacible decadencia de la arqueología industrial, el imaginario de Vera Borja incluyen mujeres que baldean las aceras y kilométricas carreteras sin alfa ni omega. Es menester, a veces, proteger la vista con el chubasquero de la distancia y detenerse ante los paneles con la misma cadencia con la que un adolescente enamorado contemple la lluvia desde los ventanales de su melancolía.

Sólo habría un claro motivo para excusar una sosegada visita a este insólito rincón de la belleza: que el espectador prefiera ir directamente a pasear sobre la arena, a echarse a pescar en una cala prohibida en el curso del Guadarranque o del Guadiaro o dejarse mecer por el viento que bambolea el espigón de piedra que abraza La Caleta y en donde alguna pareja audaz se besa todavía a escondidas de esa cámara lucida, sensible e impertinente, que a su vez nos arroja, como un guante de alarma, la imagen cuarteada de esta tierra enferma.