EN FAMILIA. Los Príncipes de Asturias leen un cuento a la infanta Leonor en su hogar, dentro del complejo de La Zarzuela. /AP
Sociedad

Los 40 del Heredero

Preparado como no lo estuvo nunca un aspirante a la Corona, Felipe de Borbón alcanza hoy la cuarentena en un dulce momento personal y profesional

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Todo llega en esta vida. El tiempo pasa para todos y los años no perdonan, ni siquiera al heredero de la corona de un reino. Por eso, como diría Serrat, hace veinte años que Felipe de Borbón tiene veinte años. El Príncipe entra hoy en el cada vez más numeroso club de los cuarentones, exponiéndose con ello a un chaparrón de refranes, advertencias, bromas y consejos por parte de familiares, amigos y demás parientes. Los cumple además en España, país con la segunda mayor longevidad de la Comunidad Europea, donde un hombre de su generación puede alcanzar fácilmente los ochenta. De modo que siguiendo la cuadriculada lógica de la estadística, y sin contar el margen de error que le tenga reservado el destino, puede afirmarse que don Felipe acaba de cruzar el exacto ecuador de su vida.

Llega a cuarentón el Príncipe de Asturias como hombre casado y padre de familia, lo normal en un español medio. Siguiendo la corriente dominante, cabría vaticinar que pronto se verá expuesto a esa suerte de sarampión de la mediana edad que ataca especialmente a los varones: la temida crisis de los cuarenta. Sin embargo, dada su particular situación personal, no es fácil que lo contraiga. Primero, porque don Felipe atraviesa, y esto es palpable hasta para quienes sólo le ven por la tele, uno de los momentos más dulces de su vida. Lo afirman todos sus biógrafos y lo confirman quienes le han tratado de cerca. El Príncipe ha ganado con su matrimonio en cuajo, en seguridad y en soltura... Dicen que desde que se casó con Letizia Ortiz y formó con ella una familia se le ve más feliz, abierto, cercano y comunicativo. Hay incluso quien ha reparado en que, desde entonces, abundan en sus discursos las bellas citas poéticas.

«No puedo ni quiero esconderlo. Creo que salta a la vista. Soy un hombre feliz. Me he casado con la mujer que amo». Lo dijo él mismo, el 22 de mayo de 2004, en el discurso que pronunció durante el banquete de su boda. Aquel enlace y aquellas palabras venían a confirmar su deseo, expresado años atrás, de «abordar el matrimonio con una persona de la que me sienta enamorado». Dicho y hecho. No en vano la coherencia es una de las principales virtudes que le atribuyen sus amigos; que le definen también como «muy ecuánime», «cariñoso», «bondadoso» -«y eso se le ve en la cara»-, y también dado a reflexionar y a meditar mucho las cosas antes de tomar una decisión.

Feliz y preparado

Esposo y padre. Ése es el perfil que ha deseado ofrecer a España Felipe de Borbón al entrar en los cuarenta. De ahí su decisión de difundir esas imágenes entrañables, familiares, que lo muestran en jersey y en casa, junto a su mujer, leyéndoles cuentos a sus dos hijas, o por el jardín, arriesgándose alegremente a una lumbalgia (los cuarenta no perdonan) con tal de agacharse a empujar, con su 1,97 de estatura, la diminuta bici que pilota, a sus dos años y en fase de pruebas, la intrépida infanta Leonor. Son instantáneas desenfadadas y hogareñas que demuestran que el Príncipe llega a los cuarenta plenamente realizado en lo personal, lo cual resulta de suma importancia para alguien que en lo profesional tiene y tendrá a su esposa como principal compañera de trabajo. Y esa estampa significa también la confirmación de una Monarquía hereditaria en plena forma, tras un año en el que la institución se ha visto cuestionada por ciertos sectores.

Niñero, casero, padrazo, marido enamorado, bromista, excelente imitador, lector impenitente, amante de la poesía, bailón de salsa... ¿Qué más habrá que decir del futuro Felipe VI para que se sacuda de encima el sambenito que arrastra desde la adolescencia de chico tímido, frío y un tanto distante? Si en algo coinciden todos aquéllos que le han tratado de cerca, es en que el Príncipe gana en las distancias cortas. Y es en las distancias cortas, según reza un anuncio, donde un hombre se la juega. Lo que ocurre es que un hombre llamado a convertirse algún día en rey de todos los españoles debe convencer también en las distancias medias y largas, destilar carisma y simpatía entre la multitud e incluso a través de una pantalla. Sobre todo en los tiempos que corren, en los que caer bien es prácticamente todo. No en vano hoy intentan caernos simpáticos hasta los bancos.

Felipe de Borbón tiende a caer bien, estupendamente incluso, a quienes tienen ocasión de tratarle. Pero necesita también, sin perder su propio sello, cultivar ese instinto para conectar con el pueblo, esa campechanía y empatía que con tanta habilidad maneja su padre. Muchos opinan que está en vías de lograrlo. Don Juan Carlos cuenta además con la Historia a su favor, como Rey que impulsó la llegada de la democracia a este país y defendió el orden constitucional ante el intento golpista del 23-F. A su hijo le toca vivir otros tiempos. Reinará en una democracia consolidada del siglo XXI, que no estará exenta de problemas ni de la necesidad de oportunos gestos. De hecho, su forma cálida, cercana, incluso emotiva, de consolar a los familiares de las víctimas del terrorismo en los funerales de Estado ya deja entrever el perfil de un futuro monarca humano y sensible.

Razonablemente feliz y sobradamente preparado, con esas armas se enfrenta a sus cuarenta años este Príncipe de Asturias que habla inglés y francés, y está llamado a ser algún día el primer rey español con título universitario. Pero antes de que él se pregunte a sí mismo lo que se pregunta todo ser humano al entrar en cuarentena -¿cómo he llegado a ser tan mayor sin apenas enterarme?-, conviene recordar que Felipe Juan Pablo Alfonso de Todos los Santos de Borbón y Grecia vino al mundo en Madrid un frío 30 de enero de 1968. No fue un airado joven, sino un tierno bebé del 68.

A él el mayo francés le pilló con tres meses. Felipe podría ser, por edad, el cuarto hijo de los Alcántara. La España que conoció de niño es la que aparece en Cuéntame, sólo que él fue testigo de excepción de los principales acontecimientos políticos. Entre ellos, la proclamación de su padre como Rey, cuando él sólo contaba siete años. A esa edad en la que entonces se estrenaba el uso de razón y se hacía la primera comunión, Felipe de Borbón se convirtió en Heredero de la Corona y, dos años más tarde, con sólo nueve primaveras, en Príncipe de Asturias, Girona, Viana, duque de Montblanc, conde de Cervera y señor de Balaguer. Lo cual no le libró de hincar los codos como cualquier estudiante de EGB y BUP en el colegio de Santa María de los Rosales.

El equivalente a COU lo cursó en el Lakefield College School de Canadá, donde permaneció un año. Y tras un trienio en distintas academias militares del que salió convertido en teniente de Infantería, alférez de Navío y teniente del Arma de Aviación, se matriculó en la Universidad Autónoma de Madrid, donde se licenció en Derecho en 1993, con varias asignaturas de Económicas. Ese mismo año ingresó en la universidad norteamericana de Georgetown (Washington DC) para cursar un máster en Relaciones Internacionales que finalizó en 1995.

Moderno, sin pasarse

A partir de ese momento, don Felipe empezó a predicar con el ejemplo su firme propósito de no convertirse en un heredero «a la espera». De hecho, al año siguiente asumió la representación del Estado en las tomas de posesión de los presidentes iberoamericanos. En estos últimos doce años, a través de innumerables audiencias públicas y privadas, así como de numerosos viajes por las comunidades autónomas, el Príncipe se ha entregado con verdadero entusiasmo, y con el tesón y el rigor de quien prepara unas oposiciones, a su tarea de conocer a fondo la realidad española, desde todos sus ángulos y vertientes, y a través de sus principales protagonistas, y dejar al mismo tiempo que esa realidad le vaya conociendo a él.

Nada de esta España de voces a menudo discordantes le es ajeno a este heredero, que en alguna ocasión ha llegado a acercarse a saludar a un grupo de ciudadanos que habían acudido a recibirle con banderas republicanas. La suya es una misión heredada, impuesta desde la cuna, pero él la ejerce de un modo que se diría vocacional; bien por auténtica pasión, bien por un altísimo sentido del deber. «Sentirme útil -ha declarado- es lo que más me agrada».

Políticos, científicos, intelectuales... Todos los que han departido con él coinciden en destacar su trato afable y sencillo, su minuciosidad a la hora de preparar los discursos y una especie de curiosidad universal que le lleva a interesarse por todo y por todos. De ahí que tras una charla con don Felipe salgan encantados lo mismo el presidente del CSIC que Miguel Bosé. Como hombre de su generación, al Príncipe le interesa el fenómeno de la globalización, le preocupa el medio ambiente y le conmueve de manera especial el voluntariado humanitario. Que se siente parte de la sociedad sobre la que algún día deberá reinar lo demuestra el hecho de que se ha casado con una mujer trabajadora, sin título nobiliario alguno, y que antes de convertirse en Princesa de Asturias estaba, como casi todo el mundo, pagando una hipoteca.

Moderno, pero sin pasarse -para cortarse el pelo siempre ha preferido a Euniciano, el barbero de la Zarzuela, que a un estilista fashion-, el Príncipe entra en los cuarenta preparado como no lo estuvo nunca un aspirante a la Corona española y en un momento personal muy dulce. Llega a cuarentón con buena planta y estupenda forma física, gracias al pádel, al esquí y a esas regatas en las que llegó a ser olímpico. Pero en estas cuatro décadas también habrá acumulado, como todo ser humano, sus pequeñas frustraciones. Entre ellas, la de haber sido un jugador de baloncesto mediocre, pese a su imponente altura. Y otra, precisamente por su estatura, la de ser demasiado alto para probar siquiera una vez el simulador donde se entrenan los astronautas. Y ahí le duele, porque su afición a la astronomía es enorme y le viene de antiguo, de los cuentos sobre estrellas y galaxias que le contaba de niño su querida abuela Federica.