Opinion

El riesgo de ser brillante

De niño, como todos los niños, quería ser superhéroe. No quería ser Eminem ni ningún cantante de hip-hop como los niños de hoy en día; yo quería ser un superhéroe. Principalmente Superman, que era entonces el primero entre los primeros. No fui de aquellos que se abrió la cabeza saltando con una toalla de playa atada al cuello desde la primera planta en la que vivía, y no porque fuera más realista que el resto de tiernos infantes, sino más bien porque siempre fui bastante cobarde y algo hipocondriaco.

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Luego con la edad, te vas dando cuenta de que despuntar demasiado puede ser un problema. Esto no es un alegato a la mediocridad ni una diatriba a la brillantez. Es una realidad. Seguramente, si pudiera volar me daría vergüenza que el resto de la gente lo viera. Y Dios sabe, con lo perezoso que soy, la de responsabilidades que me endosarían sin yo quererlas. Me pregunto: ¿Qué sería de mí si hubiera sido un niño prodigio? Porque, según el último estudio del Ministerio de Educación, son más de 300.000 los niños que tienen un elevado coeficiente intelectual, pero el sistema educativo no aprovecha sus capacidades y el 99% ni siquiera llegan a ser reconocidos como tales. A las burlas de sus compañeros (fenómeno hoy anglosajonizado con el bulliyng y que incluye toda clase de vejaciones físicas y psicológicas), estos superniños tienen que sumar el ostracismo al que les someten las administraciones, que no están precisamente regidas por superhombres. Lo mismo que si el niño hubiera sido un fenómeno dando patadas al balón, vamos... eesteban@lavozdigital.es