Tribuna

Jorge de Arco o la feracidad del agua

Largo tiempo llevábamos esperando, desde aquel año 2000 en que apareció su tercer poemario, De fiebres y desiertos, un nuevo libro de Jorge de Arco (Madrid, 1967). Se ha hecho esperar siete largos años, pero finalmente ha llegado, y lo ha hecho de la mano de La Garúa, con el número 18 de esta cuidada colección y con el abrigo literario de un precioso prólogo del maestro Enrique Badosa, que nos prepara el espíritu para recibir como es debido el valioso caudal poético que nos llega a continuación.

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La constancia del agua lleva ya en su título la vocación de fidelidad y de permanencia en la palabra poética de un autor que inauguró su bibliografía en 1996 con Las imágenes invertidas, al que enseguida siguieron Lenguaje de la culpa (1998) y el mencionado De fiebres y desiertos, y que tiene ya en su haber una decena de premios repartidos por toda la geografía nacional. Constancia que en esta nueva entrega, plena de inspiración y de emociones, se disfraza de agua y de río, de manantial creativo que discurre de principio a fin del libro con una sonoridad propia y especial. Dice Badosa en el prólogo que en La constancia del agua ni la brillantez de la forma oculta el decir del poeta ni su discurso desluce un ápice la luz del poema; y no le falta razón. Forma y fondo se unen en este poemario de la misma manera que en él conviven pasión y meditación, locura y melancolía, indefensión ante la furia de las aguas universales y deleite en los remansos de la más clara poesía, agonía ante el tiempo que no se detiene y perpetuo fulgor del impulso amoroso, que rompe una y otra vez la atmósfera cerrada y deliberadamente silenciosa del poema...

«Pasan las jarcias / y las sombras, las húmedas / nieblas, las tardes malvas de septiembre, / el pez en su cedazo, / el frío que lastima..., / el agua, nunca», dice el poeta. Y también acierta. El agua multiforme con que Jorge de Arco construye este libro le hace concebir la nueva aventura poética como una recreación personal del mito del eterno río de la vida. Río que nace del agua pura del manantial de la creación. Río inaugural y nutricio, generador de vida. Río que nos arrastra lejos de las seguras orillas de la inocencia. Río del deseo, que es al mismo tiempo sed y turbión que nos ahoga. Río del pecado y del remordimiento. Río también, en ocasiones, de agua clara que redime la sed de los días oscuros. Río de la memoria que es capaz de nadar contracorriente. Río del devenir, agua que sabe, con Hölderlin y con Heráclito, que «todo lo celestial es pasajero». Río del misterio de la propia eternidad del agua... Río que riega la palabra del poeta y la hace feraz y luminosa.

Dividido en tres partes, con un poema inicial y otro final, La constancia del agua forma en realidad un todo donde el poeta, por lo que se ve, ha conseguido cuajar ya un universo propio que nace, quizás, de ese singular cruce de culturas y de sensibilidades que le permite su ser andaluz, su vivir en una ciudad universal como Madrid y su sentir de cerca las palabras profundas de un universo germánico del que, consciente o inconscientemente, no termina de desprenderse, como un eco frío y distante que se adivina en el fondo de todos y cada uno de sus poemas. Fuego, al fin, que no quema, que no destruye, sino que da calor al agua y le confiere vida, como sucede siempre en la mejor poesía de Jorge de Arco.

Un libro esperado y nuevo, propicio para beber en sorbos cortos. Un libro para saborear despacio y escuchar en silencio lo que dice y lo que no dice. Un relámpago ciego cuyo fulgor se hace sangre iluminada y fluye con deleite por nuestro interior. Lo cierto es que la espera ha merecido la pena.