En Muxía, donde se recogía chapapote, hoy se recolectan algas.
ESPAÑA

La vida después del 'Prestige'

El 13 de noviembre de 2002 un petrolero lanzó un SOS frente a la costa de Finisterre. Fue el comienzo de la mayor catástrofe ecológica de la historia de España. Cinco años después, los mariscadores de la 'zona cero' han superado la crisis... Al menos, hasta que vuelva otra marea negra

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Seis y media de la mañana en el coído de Muxía, un lugar otrora llamado zona cero. Es de noche y en el pequeño paseo marítimo no hay ni un alma, ni meiga, ni nada. Una de las diferencias más notables entre un pueblo y una gran ciudad es que aquel suele dormir cuando corresponde. Hace fresco, pero no se mueve el aire en este otoño primaveral. Noticia: estamos en noviembre y en Galicia siguen sin saber nada de la lluvia.

Apenas un parpadeo y la imagen cambia: hace un viento huracanado y el Atlántico arroja olas negras por encima de las rocas, del muro, de las farolas. Unos marineros embutidos en monos blancos llenan capazos de chapapote. Por cada palada, el mar enloquecido arroja un centenar al paseo, convertido en una piscina de fuel viscoso donde los hombres resbalan y desesperan. El Prestige estuvo a poco más de una milla de Muxía. Los vecinos vieron ese cascarón herrumbroso desde las ventanas de sus casas. Anunciaba el apocalipsis. Alguien sugirió embarrancarlo aquí, borrar Muxía del mapa y salvar el resto de la Costa de la Muerte, pero la historia se escribió de otra manera.

A pesar de que el buque fue remolcado lejos, las consecuencias del naufragio fueron especialmente duras aquí. En la ruta del fuel, todos los caminos terminaban conduciendo a Muxía, a Nemiña, al cabo Touriñán... La zona cero era garantía de trabajo para los voluntarios, de buena caza para los fotógrafos de prensa. Parece que fue ayer, pero han pasado cinco años. Cinco parpadeos.

Siete de la mañana. Llega un coche. Luego otro. La luz se enciende en el bar de la esquina. Huele a algas y a sal, pero también a café. Los percebeiros se saludan con un golpe de cabeza. Aún falta un rato para despertarse del todo e ir al acantilado. Dos horas antes y una después de la primera bajamar: es la ley del percebe. En esta carrera contrarreloj se pueden coger seis kilos por cabeza, pero a la picaresca le gusta mariscar. «Si coges mucho esquilmas los recursos, inundas el mercado y bajas la cotización», comenta Moncho Vilela, presidente de la Agrupación de Percebeiros de Muxía, entre sorbo y sorbo de café. «Vienen inspectores, aunque es difícil controlar lo que cosecha cada uno».

Un clásico

Moncho es un clásico. Ya estuvo al frente de la agrupación cuando el suceso del Prestige. El politiqueo le espantó y dimitió. Ahora ha vuelto al puesto. Se queja: «Hace años había más carencias, pero lo compensábamos con compañerismo. Hoy los jóvenes están muy bien preparados físicamente, pero deberían tener la cabeza mejor amueblada, hacer previsión de futuro».

La niebla no deja despuntar el día. Ya es hora de irse. La pequeña caravana de coches sale de Muxía hacia el oeste por una estrecha carretera que serpentea hacia O Largo das Vacas, un acantilado con denominación de origen de la Costa de la Muerte: una cuesta escarpada llena de arbustos espinosos y, ya junto al mar, el muro rocoso habitado por moluscos. Los percebeiros aparcan sus vehículos en un ensanche del camino, se ponen el neopreno y preparan los aperos: la red, la mochila y el raño (garfio de hierro con mango largo con el que arrancan el marisco de las peñas). «Aunque tenemos aprobados 150 días al año, el verano y la Navidad son las fechas fuertes», cuenta Lola, una veterana percebeira a la que no amedrenta el encuentro entre el acantilado y el mar. «Antes del Prestige vendíamos el producto en la lonja de Muxía; ahora lo llevamos a La Coruña». El kilo del bueno, del «testo», más duro y compacto por tener que resistir los embates de las olas, está a 120 euros; es el caviar del marisco. El mediano está a 40; el que «se puede comer», a 20, y los «mexons» (meones, llamados así porque sueltan agua), alargados y con menos carne, a 10 euros. «En cualquier caso, están todos agarrados como demonios a las rocas», sonríe Lola.