LA PORVERA

Defensa de la mentira

Una ola de impúdica sinceridad recorre el mundo. Después de siglos de engañifas y falsedades, ahora resulta que se ha puesto de moda decir la verdad, aunque sea con palabras gruesas y desafinadas; aunque no sea necesario, ni conveniente. La verdad es uno de esos quiméricos y socorridos valores contemporáneos; un concepto vacío, fácil de manipular, latiguillo acostumbrado en las tertulias radiofónicas y pilar inexcusable de los códigos deontológicos del periodismo, que la prostituye a placer después de que las vanguardias del gremio la lleven en Santa Procesión, para quedar como sus mártires de cabecera ante profanos e ilusos en el café de la sobremesa.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Yo no creo en la verdad, de la misma manera que no creo en los orcos ni en el brazo incorrupto de Santa Eulalia. La vida sería insufrible, si todos nos dedicáramos a explicar las verdades relativas de cuanto conocemos. Porque buena parte de los medios se irían al traste en el mismo instante en que los empresarios confesaran el cariz podrido de sus débitos y obediencias; porque la democracia caería presa de sus propias contradicciones, construida como está sobre silencios tácitos y pactos innombrables; porque no hay arte sin mentira, ni amigos, ni pareja, que aguante la dolorosa verdad de lo que somos o de lo que (ellos) son.

Alguien que se impusiera como norma de conducta la honradez incondicional -sin trucos con Hacienda, sin estrategias esquinadas, sin observar las consecuencias de su rígida moralidad-, no tardaría mucho en ser etiquetado como un tonto del culo o como un visionario tocapelotas, y gozaría de la misma proyección social y profesional que Espinete en la presidencia de El Corte Inglés.