Editorial

Avance limitado

Los dos primeros años de aplicación de la Ley Integral contra la violencia sexista ofrecen un balance agridulce en el combate contra un drama social que se ha cobrado anualmente la vida de 58 mujeres en el último quinquenio. Desde la entrada en vigor de la norma, se han impuesto 50.086 condenas por maltrato doméstico. Una cifra tan significativa que permite certificar el fin de la impunidad de que disfrutaban los agresores, cobijados bajo el miedo de sus víctimas y la tolerancia de una cultura permisiva hacia los comportamiento machistas. La ley ha propiciado una persecución más exhaustiva del delincuente, favorecida por el incremento en el volumen de denuncias. Pero la imparable sucesión de homicidios, las dificultades para impedir que las afectadas se retracten y el hecho de que el 70% de las asesinadas no pidiera ayuda confronta diariamente a la Administración de Justicia, las fuerzas de seguridad y los servicios sociales con la frustración y el desaliento.

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La persistencia de un tipo delictivo tan doloroso y las carencias que lastran la ley obligan a reflexionar con sumo cuidado sobre las reformas que puedan plantearse. Es lo que sucede con el cambio penal sugerido por la vocal del Consejo General del Poder Judicial, Montserrat Comas, y propugnado también por los fiscales para que la orden de alejamiento no sea necesariamente preceptiva en las condenas más leves y cuando la víctima opte por el «quebrantamiento consentido» de la misma. La medida despierta dudas de constitucionalidad, sobre todo después de que el Supremo haya considerado que la reanudación de la convivencia «acredita la desaparición de las circunstancias» que motivaron el distanciamiento del agresor. Pero si esa aseveración resulta discutible, el legislador no debería olvidar que la propia naturaleza del maltrato impiden en muchas ocasiones a las mujeres discernir con nitidez los riesgos que corren.